Henry David Thoreau

Empiezo a creer que los libros nos buscan como los pájaros tras nuestras migajas.

Que no soy yo la que quiere leer algo, sino que llegan las palabras volando para que las leas, porque fui a la feria del libro, no con la intención de comprar nada, sino por saber, bajo la lluvia y un paraguas, dónde tenía que firmar el sábado.

La tarde, no podía ser más agradable, con un olor a flores de tilo que flotaba en el aire con el agua de una humedad más propia de Galicia que de Madrid y que a mí me esponja como a una hortensia, o como a las rosas plenamente florecidas que alrededor de un monumento a los hermanos Álvarez Quintero que no había visto nunca, estaban muy vistosas porque el sol se come el color, y la lluvia lo alimenta.

Al lado, orlando con el mismo semicírculo la escultura, unos plátanos de sombra que puede que sean de los más altos que he visto en Madrid, ya con ese hermosísimo estampado de camuflaje que tienen estos árboles en sus troncos cuando son añosos, y que los vuelven inconfundibles por esas ondas en beige, verde oscuro y verde claro, donde además suelen anidar, a unos diez metros de altura, en agujeros abiertos en perfecto círculo, los pájaros carpinteros que vuelan como las olas.

Vi a uno yendo a esconderse cuando nos dirigimos hacia la feria que, al contrario de lo que pensaba, teniendo en cuenta que aún llovía, estaba llena.

Fui contando las casetas para darme cuenta de que a la feria del libro le pasa todo lo contrario que al resto de recuerdos de la infancia, ya que no la recordaba tan interminable; o es que tal vez hay más casetas ahora, o que yo me canso más que de niña. Pero menos mal que fui a localizar dónde estaba el lugar, al fondo del infinito, en el que iba a firmar ya que, de no haberlo hecho, hubiera llegado tarde al día siguiente.

Me sucede por este paseo lo mismo que cuando voy por el campo, que no llegaría a ninguna parte si me fuera deteniendo, así que me hice a mí misma la promesa de ir directa a la caseta 226 y dejar los libros para otro momento; pero hete aquí que pasamos por la caseta de Pre-Textos cuyo catálago es mi debilidad, por lo cual me detuve a mirar y entonces, descubrí lo que algunos llamarían “un librito” y que a mí me pareció una obra de peso; y aún hoy más, después de haberlo leído.

Se llama “Escribir (una antología)” de Henry David Thoreau, editado y traducido por Javier Alcoriza, Antonio Casado da Rocha y Antonio Lastra.

Estuve hablando con la persona que me atendió en la caseta de Pre-Textos con una de esas conversaciones que no tienes jamás con nadie, porque a ver con quién vas a hablar de los “trascendentalistas” que como por arte de magia vivieron en un tiempo muy concreto bajo los grandiosos árboles del estado de Massachusetts, en la costa Este americana, donde se conformó entre sus maravillosos paisajes de bosques, lagos y océanos, la mejor literatura que yo he leído de Naturaleza, sin pretenderlo ni ir a buscarla, porque es así, por casualidad, como fui leyendo primero a Coleridge y sus conferencias sobre los “Espíritus que habitan el arte”, y luego a Emerson y a Whitman y su barba de mariposas, y a Hawthorne construyendo una cabaña donde el portillo era una mandíbula de ballena; y a Melville y su “Moby Dick”, y a Dickinson y a Thoreau y su “Walden” y “La desobediencia civil” y ahora esta maravillosa antología que tengo en mis manos a propósito de sus reflexiones acerca de la escritura.

Es uno de esos libros para abrir al azar y deslumbrarte.

Tiene frases como ésta: “La cuestión no es qué miras, sino cómo miras y si ves”. / (5 de agosto de 1851, 1990: 354-355)

A veces creo que los ojos, hasta para leer, escogen lo que miran.

Mónica Fernández-Aceytuno

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