Había pasado una eternidad desde la última vez que había…
Tolstoi
Llueve en París sobre las mesas redondas, como gotas, de las terrazas.
Hay una línea de agua entre las mesas vacías y el lugar donde se sienta la gente, vestida de negro, bajo el toldo rojo. Estas mesas son tan pequeñas que las conversaciones no tienen costuras, como los hilos de la trama de una misma tela. En París no se habla, se teje, se conversa, porque se escuchan unos a otros mientras toman un café con leche. Seis euros. Sin embargo la fruta es barata, y se vende en las aceras en unas tiendas de ultramarinos que poseen la belleza de las flores arvenses, y alegran en París la vista con el pan, los tarros, los quesos, los pasteles, el azul turquesa del escaparate. Después, das la vuelta, y está ahí mismo toda esa inmensidad que llena también el alma, porque todo lo que se ve en París, merece ser contemplado.
Si los pulmones necesitan aire puro, la vista necesita vistas puras, que no tienen por qué ser campestres, aunque en París los parques huelan a hierba, a río, y a tierra mojada. El alma, para llegar viva hasta la muerte, necesita de lo pequeño y de lo sublime, a partes iguales. Por eso en París el alma se ensancha.
Los nombres en las fachadas, «Aquí vivió Tolstói», los relojes, las iglesias, las puertas, el tiovivo, las bicicletas, el café, la vida. Llueve y hay la misma alegría en la calle que si estuviera soleado. Un murmullo sale de las terrazas. Se me antoja imposible que alguien pueda engañar a un pueblo que conversa de esta manera.
En París están acabando su floración los castaños de Indias. Las flores, al caer, se sientan en los bancos.
Mónica Fernández-Aceytuno
ABC, 15-5-2009