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Walt Whitman
Le recuerdo con la barba de Walt Whitman, cubierta de mariposas.
Como en los versos de Lorca: “Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman, / he dejado de ver tu barba llena de mariposas”.
Juan Paco las llevaba también en la cabeza, y en los ojos, una mirada llena de colores, que es como él veía la vida, y veía su casa, y la Naturaleza que le rodeaba en Trasanquelos.
Buscaba la belleza. Y la enmarcaba. Ya fuera con agua, o con árboles, o con hierros, o con pías de piedra que llenaba de agua helada del río y de botellas de vino. La vida, siempre la celebraba. Hasta el final. Y nos hacía a todos celebrarla, con su sonrisa socarrona y con la agudeza del pensamiento y la frase justa pronunciada con voz de trueno.
Nos dejó a las puertas de la fiesta de San Juan, que en Trasanquelos transcurría a la orilla del río con los corderos al espeto rodeando al fuego, y el arbolado arriba con las primeras estrellas del verano entre las hojas.
Le velaron en casa.
Por todas partes se notaba la mano de la mujer que no estaba, en las flores de castaño oliendo por la habitación, y en un jarrón amarillo con unas ramas verdes de roble.
Subimos al despacho. Los retratos de los hijos por la escalera. La luz entrando por las ventanas de la que fuera la primera fábrica de quesos y manteca de Galicia. El estudio con su mesa y los planos y las fotos de sus hermanos. La chaqueta vieja, oscura y gruesa abrazando todavía la espalda del sillón donde se sentaba.
Planos, dibujos, carteles, la luz de la tarde.
Salí de allí pensando en lo importante que es tener, para morir, una casa donde se ha vivido.
Con Juan Paco, sabías que todo era irrepetible, no ya sólo él mismo sino aquel comentario, aquella luz de invierno, aquella alegría de los días a los que no les dábamos importancia a que pasaran porque mientras el mundo andaba muy ocupado, nosotros habíamos abierto una isla al tiempo, para celebrar la nada, que era un día en Galicia en el que no llovía, o sí, y nos juntábamos cuatro desocupados para ocuparnos de las cosas importantes de la vida.
Podíamos ir al Casanova, daría lo que fuera por acordarme ahora de aquella frase de Paul Valery que dijo aquel día Juan Paco, o por recuperar la luz filtrada de un invernadero bajo la que comíamos verduras recién cocinadas a la puerta de la casa, al fondo un perchero hecho con cuatro ladrillos de bloque, pintados de rojo, el color de la vida, y todos los colores de los impermeables y de las botas, para completar el cuadro. Porque todo eran cuadros vivos. Podría haber sido un pintor o un poeta, Juan Paco.
Fue arquitecto y paisajista.
Y un amigo al que quisimos mucho.
Nos consuela pensar que estará con su bellísima mujer, Fina.
Juntos, fueron una pareja de cine.
Y así los recordaremos, como en una película que vivimos con ellos.
Mónica Fernández-Aceytuno