EL DERRIBO

EL DERRIBO

Hay una casa que están demoliendo. Se encuentra ahora mismo en ese estado en el que todavía se pueden ver las cosas que no se llevaron los que allí vivían hasta ayer, y está la pared abierta junto a la ventana cerrada, con los visillos aún puestos.

Hay algo que no deja apartar los ojos de la casa de pronto desnuda, con los baldosines de la cocina y del baño perfectamente alineados, junto al cielo abierto. La gente, en la acera de enfrente, se agolpa para no perderse nada. En los pueblos, siempre hay alguien mirando las obras, pero esto es distinto, que hasta se han instalado mesas y sillas y se ha dejado de ir al Centro de Salud, para ver cómo muere un edificio.

No era una casa muy antigua, quizá de principios del siglo pasado, y en la esquina hacía, al menos hasta esta misma mañana, una curva parecida a la de la luna. Jardines, casi no tiene, pero junto a la casa crecen tres nogales cuajados de unas nueces que serán las últimas. En el fondo todos sabemos que lo que allí se construya será bastante más feo que lo que teníamos, que el nuevo edificio no imitará las curvas de la luna, y que no habrá espacio ya para la sombra y el fruto. Pero nadie dice nada, observando el derribo.

Un silencio parecido se produjo hace unos años, al cortar a matarrasa el magnolio que salía de sus aceras, justo frente a la funeraria, perfumando el aire de verano. En uno de los velatorios, Luis, que era un hombre buenísimo, el casero del inmueble, dudaba si cortar o no el árbol, “va a tirar el edificio”, decía. La verdad es que el magnolio era más alto que los tres pisos juntos, llenaba todo el techo de la calle, debía de tener, como la casa, cien años, pero nada se derriba con mayor rapidez que el tiempo.

Era tal la presencia del árbol que, cuando lo cortaron, al poco de fallecer Luis, quedó un vacío inmenso. Ni siquiera los que no conocieron a este hombre ni estuvieron a la sombra del magnolio consiguen librarse del desasosiego que produce desde entonces pasar por aquella esquina, donde permanentemente falta algo. A veces pienso que un día no me quedará dónde mirar en las calles de este pueblo que tuvo fuentes y casas y un castiñeiro cubierto de frondosos árboles.

Si bien siempre he resuelto con cierta rapidez qué hacer con lo que iba teniendo, nunca he sabido qué hacer con lo que me va faltando. Y son cosas sin la menor importancia: el cierre a cal y canto de la heladería-café donde desayunaba hasta el verano pasado, mirando la plaza; o la sensación de pérdida que arrastro desde que no encuentro la página de quien yo leía fielmente todas las semanas; o esta otra carencia con la que viviré a partir de ahora cuando vea que ha desaparecido el edificio que tenía las curvas de la luna.

Sobre los escombros de estas casas, nacen flores de hermosísimos nombres, que crecen con la misma luz que entraba por sus ventanas.

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