EL EQUILIBRIO

LUGAR DE LA VIDA

MÓNICA FERNÁNDEZ-ACEYTUNO

BLANCO Y NEGRO

Domingo, 8-8-1999

EL EQUILIBRIO

Aquel pez tenía el fondo del mar dibujado en el lomo. Era un día frío de verano. Salimos por la mañana del puerto de Aguete, en Pontevedra, como se sale siempre al mar, sin saber muy bien qué va pasar. El mar es siempre nuevo. Ese día el mar era gris, de un gris de estaño, como el día, de nubes tan bajas y tan grises que el agua tenía el color de la nube, y la nube tenía el color del agua. En el horizonte, todo era lo mismo.

Hubo que salir a motor. Nos abrigamos: calcetines, jerseys, las manos bajo las brazos. Calma. No pasaba nada, ni siquiera parecía que algo pudiera estar pasando allí abajo y, el capitán, sin mucha fe, echó por la borda una cucharilla atada al sedal de un curricán, el arte de pesca más sencillo. Frente a la isla de Ons, picó el primero: una rincha, una sarda, un berdel, una caballa, da igual, que el mismo pez tiene un nombre distinto en cada puerto. Era ese pez del dorso irisado en azules y en verdes, sobre una suerte de ondas parecidas a las que tiene la arena bajo el peso del agua.

Los niños, siempre los niños, ¿cómo no hablar de ellos si son nuestra vida?, abrieron los ojos, y el pez de párpados transparentes y agallas rojas como granadas abiertas, empezó a saltar en el cubo negro. Y pasamos del aburrimiento a la sorpresa; de ahí, a la pena y, en décimas de segundo, a pensar en la cena: a la leña, la asaremos a la leña, y con sal marina. Picó otro pez, y otro, y otro, casi no nos daba tiempo a cambiar el curricán de manos para notar en los dedos el tirón del mar y de la vida. Quizá estábamos sobre una de esas zonas de reclutamiento, de lugares del mar donde los peces se reúnen para alimentarse y crecer y emigrar, desde la costa, hasta las profundidades lejanas, como golondrinas que se llenan de insectos antes del regreso. La caballa –Scomber scombrus– no tiene vejiga natatoria, de ahí que lo mismo se agolpe en la superficie para comer agujas diminutas, como que descienda a lo más oscuro de los mares, donde inverna.

El cubo iba ya medio lleno cuando vimos los primeros delfines pescando caballas como nosotros y, cerca de los delfines, otras aletas, más oscuras y arqueadas, que nos parecieron aletas de calderón. Mirar las aletas nos dejó sin habla, aunque hubiera sólo cuatro. Nada que ver con aquel sucedido que me relató hace tiempo un marinero catalán: salió a la cigala y su barco “Mª de los Angeles” se vió rodeado en un momento por trescientos calderones, tan aficcionados al gregarismo en estos meses de verano, moviéndose como gorriones que van a dormir todos juntos a un camelio; pero, el calderón, al que también llaman ballena piloto, lleva siempre un guía, que suele ser un macho adulto. Y el guía está claro que les llevó a por las caballas que pescaban los delfines, y que pescábamos nosotros, y unas gaviotas que no hacían más que dar vueltas. Los cormoranes, los cuervos de mar, buceando, pescaban, y posados en el agua, vimos una gran bandada de pájaros negros que me parecieron paíños pescando a ratos.

El viento empezó a soplar, e izamos la mayor. Dicen los marineros que el viento cambia siempre cuando amanece, o cuando el sol se pone. Y, con la última luz del día, volvimos a vela. Pescando. Un pez, otro pez, otro…una fiesta, hasta llenar el cubo. Los niños, no los he visto más felices en mi vida.

Salió el sol a última hora, y con el sonido del agua y del barco, y el temblor de la vela con el viento, empecé a pensar, casi me duermo, que habíamos vivido el equilibrio imposible: los peces, las gaviotas, los calderones, los delfines, nosotros. Tal vez tuvimos ese equilibrio que siempre dicen que rompe el hombre, y que lo rompe cualquiera que tenga vida. No, no debo, no deberíamos hablar de equilibrio al hablar de Naturaleza; el equilibrio es el cero, es la muerte, es la nada; no tiene que ver con la vida del mundo. Mejor, mucho mejor, será pensar en la armonía, sí, qué es más verdad, y tiene música; o en la paz, esa paz del dolor profundo, que es la paz del fondo del océano.

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