Paul Leclercq

Como la sed, será la necesidad de belleza.

O eso me parece mientras camino y corro de vez en cuando, observando de reojo los parterres, con los pensamientos y las belloritas cubiertas de rocío. Sentados en un banco, dos jardineros, un hombre y una mujer tomándose un café de termo, vestidos de verde fosforito, las piernas estiradas, los gorriones comiendo a sus pies las migas que se les han caído.

No hay nadie. O casi nadie. Hace frío. Voy dando un paseo, escuchando “Los chicos del coro”. Acabo de ver una casa de cuento, entre las ramas herrumbrosas de los castaños, y al dar la vuelta, me encuentro a estas dos personas, en un jardín inmenso, recortados en relieve sobre un paisaje que no es nada cuando hay alguien, dos jardineros del Retiro que descansan como los rastrillos apoyados en el banco. Me pregunto qué haría Lautrec, con qué trazo los hubiera esbozado. Les esquisses, me dice mi hijo que se llaman en francés a los bocetos, eso que de pronto aparece y quieres que no pase aunque sepas que nunca volverá a suceder a pesar de dibujarlo para siempre.

“¿Cómo es posible? ¿Por qué hay tantas personas mirando las obras de Toulouse-Lautrec?”, me dirijo de nuevo a mi hijo Roberto que vive cada día en un cuadro de Montmartre, aún sin pintar, de la calle Burq.

Fue el domingo cuando me llevó al museo, adonde arrastramos también a mi madre, quien camina mucho más despacio que nosotros. Ya en el Thyssen le ofrecieron un bastón o una silla, que rechazó de plano y se fue casi saltando como una niña hacia la exposición, tan bien anunciada, con un letrero sencillo y artístico, al llenarse de luz los huecos oscuros de las letras donde, intercaladas, se leían: Picasso y Lautrec.

¡Qué distintos son! A pesar de las similitudes que en apariencia tienen algunas de sus obras, pero donde en Picasso hay trabajo, en Lautrec trazo, fogonazo del pincel, acierto a la primera de la mano.

Me gusta mucho la anécdota que leo ahora sobre el retrato de Leclercq, en la que cuenta el propio retratado que iba a posar a la casa de Lautrec, donde le hacía sentar en un sillón de mimbre para luego observarle un buen rato, eso cuenta, a través de sus quevedos, y tras pensarlo un poco, daba de pronto una pincelada ligera para exclamar después, inopinadamente: “¡Basta ya de trabajar! ¡Hace demasiado buen día!”

Y entonces se iban de paseo por el barrio.

Esa alegría del inacabamiento impregna toda la obra de Lautrec que sin embargo se quiere contar como la de un testigo, un poco compasivo aunque no mucho, pero se intuye en todas sus obras, incluso en la perfección de la bata de La Toilette: Madame Fabre, esa felicidad de dejar las cosas un poco a medias, porque ¿no es así un poco todo? ¿quién de nosotros hemos acabado realmente? ¿hay algo de verdad terminado, rematado, en este mundo? Y entonces podría yo responder: “Sí: lo que está muerto.”

De ahí la viveza de Lautrec.

Hace unos treinta años, quizás más, visité de casualidad su casa, quiero decir sin proponerme ir a ver a Lautrec, por aquel entonces no sabía no sólo ya que no existía, sino que ni siquiera sabía quién era, cuando me vi dentro del palacio de Albi, que fuera de su familia, asombrada por esa belleza que no había sido buscada, solo sentida, vista en un instante fugaz, una mujer de espaldas, llena de pensamientos, con cuatro trazos, teniendo la honestidad Lautrec de dejar de pintar en el momento en el que la luz de ese instante se había apagado.

¿Para qué entonces seguir pintando?

Hubiera sido como dibujar a ciegas, sin el olor que estaba en el aire, sin la viveza de lo que sucedía, sin el pelo despeinado de esa manera. Ya pasó. Ya no me interesa. Tenía Lautrec alma de periodista. Y también de hombre de lo que hoy llamaríamos “experto en marketing”, con la composición de carteles en los que la gente aparece al contraluz, los señores con sus sombreros de copa, altos como edificios, un skyline negro de personas mientras se mueven las bailarinas, que parecen los únicos seres con movimiento propio en el universo, los únicos con color.

Esto a Lautrec no le gustaría.

Detestaba el sentimentalismo, aunque le asome el amor a su madre sentada en un banco azul, tras unas hortensias blancas, con un perfil suave y tranquilo. Fue ella quien le llevó al dibujo. Y ahora a todos nosotros a ver lo que hizo su hijo, la gente agolpada sin dejarte ver su obra, sombras negras ante unas pinturas que parecen moverse aún, pendientes de que se nuble el cielo, llueva o truene y vuelva Lautrec de la calle, para darle otra pincelada.

Mónica Fernández-Aceytuno

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