Doris Lessing

Hoy acaban mis vacaciones.

Durante unos días he dejado de escribir, lo cual no equivale a dejar de trabajar.

Mi casa, es como una barca vieja cuya única belleza es ya la de los días, y cuando la luz no me ayuda, soy yo la que intenta rejuvenecerla pintando la cancela de la entrada, limpiando la alberca, cortando la hierba, echando a las urracas que han aprendido a comer del establo.

A veces me acuerdo de Doris Lessing el día que le otorgaron el premio Nobel. No recuerdo a ningún otro galardonado que lo recibiera como ella, sentada en el escalón de la entrada de su casa. Mientras otros escritores se fotografían con un fondo de libros, ella atendía a los periodistas tal y como le pilló el premio, por sorpresa: trabajando en casa. Se diría que acababa de quitarse el delantal, o los guantes de jardín, porque tenía en su cara no ya el cansancio del pensar, de escribir, sino el de la ingente tarea que conlleva una vivienda, y en ese escalón de la entrada que es donde te sientas un momento cuando se acaba un quehacer, es donde Lessing recibió a la prensa.

La escritura, en realidad, son días libres, porque tienes la cabeza en otra cosa que no son las telas de araña en las esquinas, ni el ratón que viste salir por el rabillo del ojo del cesto de la leña y hasta que no lo cazas, a la manera tradicional, con queso, te pasas las noches en blanco oyendo ruidos que no eran.

Desde el mismo instante en el que se hace una casa con jardín o en el campo, empieza no ya la lucha por la supervivencia, sino por el espacio que tenemos perdido desde el principio. Todo lo que nos rodea, está al acecho, desde los insectos a los micromamíferos. Se trata de una colonización constante, ayudada por los elementos, sobre esa superficie que pusimos en el paisaje, y la única forma humana posible de que esta reconquista no culmine, es trabajando en vacaciones, que hasta eucaliptos y pinos he visto yo emerger de los tejados cuando las siguientes generaciones, sin el ánimo ni la disposición de los que fundaron ese lugar sobre la tierra, terminan por perder la batalla.

Porque ése es el final de toda casa en el campo: la extinción, la ruina, la victoria de los líquenes, los musgos, los helechos, y finalmente, incluso los árboles, todo será de nuevo soporte para la vida que, con una paciencia que no es ya la de los siglos, sino la de las eras de la Tierra, escribe la última frase: “Esto es mío”.

Pero nosotros nos rebelamos, y cuando vamos a la ferretería, vemos que no somos los únicos, ni siquiera los más mayores que allí estamos a por un bote de pintura, a por una trampa para ratones, a por unas tijeras para cortar la glicinia que se encaramó al tejado.

A veces, añoro el invierno como un campesino.

Mónica Fernández-Aceytuno

Republica.com, 11-7-2011

Siguiente Post:
Post anterior:
Este artículo lo ha escrito

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.