HIERBA

LA PROMISCUIDAD LABORAL

Yo tenía unos jardineros a los que, para ser perfectos, sólo les faltaba ser enterradores. Se llamaban Rosa y Jacinto. Cortaban la hierba de este lugar: una tierra arada desde hace tantos siglos que jamás hubo manera de alisar los surcos milenarios donde creció el maíz y el lino, por los que subían y bajaban Rosa y Jacinto con el cortacésped atravesando la infinita yerba, lo que les daba un aire un poco marinero.

Vine aquí con tantas ganas de vida silvestre que al principio me juré que la yerba sería heno, donde pudieran desaparecer los pájaros como los peces entre las algas. Y así fue la primera primavera. La yerba espigó, llenándose de flores, y todo el horizonte de unos pájaros que no serían más grandes que un jilguero, de cabeza negra y cuerpo pardo y algo de blanco en el cuello, llamados tarabillas por hacer el ruido de una mujer parlanchina, o de la cítola de los molinos, esa tablita que avisa a los molineros haciendo un ruido parecido al canto que emite este pájaro posado en la rama más débil.

No quiere la tarabilla esos insectos de saldo, rotos, de la hierba cortada, sino el insecto vivo y volandero que busca el néctar de las flores recién nacidas, y en los brazos del aire deja correr el tiempo, hasta un minuto, antes de lanzarse sobre la pieza, siempre con el sol de frente, para que su sombra no lo delate. Y así todo es un cernir: la flor sobre el pasto, el insecto sobre la flor, el pájaro sobre el insecto, y el sol sobre el pájaro.

Hasta que llegó el verano. La hierba, cumplido su ciclo, se agostó, y cuando te despertabas, ya no sabías si estabas en tu casa o en algún lugar de Castilla. Primero, por no llegar a la raíz el rocío de la madrugada, que es el riego automático de este lugar; y segundo, por dejar que la hierba floreciera tanto, ya que la mata que florece se queda exhausta, agotada de verdes como si, en vez de florecer, hubiera parido la planta. No hubo más remedio: con guadaña o como fuera, había que segar la hierba.

Rosa y Jacinto trabajaban fuera, y yo dentro de esta galería. De vez en cuando, se cruzaban nuestras miradas: yo quería estar fuera, y ellos querían estar dentro. Cada uno a la suyo, cuatro veces por semana, yo escribía, y Rosa y Jacinto cortaban la hierba. Más de una vez me han dicho que por qué no escribo más, o en más sitios, y yo siempre he contestado: para mí es suficiente: escribo lo que se tarda en segar la hierba. Pero, al mismo tiempo, a todos los que venían de veraneo y me preguntaban ¿conoces a alguien que corte la hierba?, yo siempre les decía: Rosa y Jacinto, claro.

Y ahora me encuentro que Rosa y Jacinto, después de tantos inviernos, han sucumbido a la ley de la oferta y la demanda, el mercado, esas cosas que la gente sigue como a una brújula que no se decide jamás a señalar el norte, para picar y aplicar el aquí y el allí y el ahora, la promiscuidad, a las cosas esenciales de la vida: la casa, el trabajo, la pareja, el campo, los jardines.

Me han dejado en primavera. Si ven que la semana que viene no escribo, no es que me haya ido, es que estoy fuera, cortando la hierba.

Mónica Fernández-Aceytuno

www.aceytuno.com

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