CAMELIAS

SILENCIO DE LAS CAMELIAS

Durante los días de Semana Santa, qué lejanos quedarán ahora, no se oyó otra cosa en Galicia que la queja por la lluvia. Y dio igual que se proyectara el arco iris sobre las nubes oscuras y que se hundieran sus colores en la hierba acostada por el peso del agua; y dio igual que, entre el sol y la lluvia, emergieran al aire desde la nada todos los matices de la luz, ésos que son incapaces de conseguir un día de sol y otro y otro; todo sirvió para nada, porque una sola queja siempre tiene más fuerza que todas las alabanzas del mundo.

En medio de la lluvia y del sol a ratos, emprendimos el camino de las camelias. Pero no fue la lluvia, sino el azar, ese poderoso vendaval que arrastra la vida por donde quiere y no quiere, el que nos llevó hasta las puertas de la Granja de Ortigueira, el pazo de Santa Cruz de Rivadulla. Y ya en la entrada, un gran carvallo, tenía todo el tiempo que fue de nuestros padres y abuelos y tatarabuelos y de todos los que nos precedieron, posado en sus ramas.

Riadas de personas dejaban allí el coche y entraban a pie. Yo casi me arrodillo. No fue el pazo, por otro lado magnífico, ni la iglesia, ni aquel hórreo interminable lo que me clavó al suelo, sino los árboles, tantos árboles inmensos y tantos juntos. Y tan distintos. Como ese ombú cuyas raíces salían de la tierra susurrando a los niños que jugaran entre ellas al escondite. O aquel tulipero de Virginia que caía sobre una alberca cuya agua tenía el mismo verde que sus ramas y ya no se sabía si era el árbol el que teñía de verde el agua, o eran las ramas hundidas las que absorbían como un papel secante todo el verdín de la alberca. O ese roble piramidal con vocación de ciprés cuyas hojas brotaban con tal fuerza que se diría que estaba con sus raíces exprimiendo todo el jugo de la tierra.

Para verlo atravesamos antes la carrera de los olivos, unos caminos en cruz que separaban los campos de cultivo con unos olivos centenarios salvados de la corta a

pesar de ese impuesto de un real por pie que impuso, qué ironía, el conde-duque de Olivares. Fue entonces cuando se hizo leña de los olivos en Galicia, aunque su aceite, como el de Portugal y Teruel, sea uno de los mejores. De esto sabrá mucho más, sin duda, Manuel Martín Ferrand. Pero sigamos, porque al final de los olivos estaban las camelias.

Según Alfonso Armada, su cultivador, tanto el árbol o el arbusto, como la flor, se deben de llamar camelias, y no camelios, como se acostumbra. El nombre hace honor a un botánico moravo, Kamel, del siglo XVII, pero también dicen a la camelia rosa de la china o la flor rosa, como la llaman los campesinos. Que sea la planta del té, ya es lo de menos, ante la fascinación que ejercen en nuestra mirada sus flores que, excepto una variedad, no huelen. Son flores mudas. En la ría de Ares vivió un señor que quiso que lo enterrasen en su ataúd de madera de camelia, ¿qué palabras quiso guardar en su tumba? Y hace unos años murió un inglés que vendió todo lo que tenía y se trasladó a un finca cercana a Villagarcía, sólo para cultivar camelias, ¿de qué le hablaron, callando, las flores mudas? Parecen, las camelias, flores que arrastrasen una pena secreta y en esa falta de olor que no es más que una forma de silencio, se deshacen en belleza, no sólo en las flores, perfectas: rosas, rojas, blancas; simples, dobles, anémonas; sino en sus ramas de hojas verdes y lustrosas, siempre nuevas, siempre jóvenes; y en su porte de árbol florecido y en su sombra tapizada de pétalos. Tal vez no haya nada más hermoso que este silencio.

O el silencio que se abre tras la lluvia, antes de que vuelvan a cantar los pájaros. Y dicen que el clima de esta tierra es malo. Se quejan. ¿Es que no habéis visto cómo florecen en Galicia las camelias?

Mónica Fernández-Aceytuno

Blanco y Negro Semanal, 7-5-2000

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