TOPOS

EL SEÑOR DE LOS TOPOS

El señor de los topos tiene una casa soleada con un cierre de mirto que no llega a la cintura. Desde fuera se ve lo pequeña que es la casa, y lo pequeña que es la huerta, donde crece una ruda, y unos geranios muy viejos, ya casi arborescentes.

Bajo el patín de la escalera hay una bola de la yerba del aire de esas que medran en la selva colgadas de una liana; sabe Dios de dónde vino, sabe Dios de qué barco.

La puerta tiene a modo de alpendre una uralita transparente de la que cuelga un paraguas cerrado, y una gabardina, sobre unos zuecos de abedul que se llenan de sol cuando no llueve. Todo muy a mano, todo a la vista. Se ve que no tiene miedo de que le roben o, tal vez, lo que el señor de los topos posee, nadie puede robarlo. Todos los días recorre a pie varios kilómetros de una finca a otra, que hay que ver los gramiles, los cepos, le dice a su mujer con dulzura para sacarla de la casa. Y aunque truene y aunque llueva y aunque sople el noroeste, no deja de salir, ni deja a su mujer sóla: necesita andar. Está enferma. Por eso la lleva de la mano como a una niña, mientras se le filtra el amor como agua de lluvia por los ojos, si la mira; por la piel, si la toca.

El señor de los topos nació en los altos de la Regueira, pero está demasiado moreno para ser un paisano gallego, más bien parece un campesino zamorano con la escorrentía de las cárcavas en el rostro. Trabajó veinte años en las minas asturianas, de donde debió traerse las palabra topinera, cuyas sílabas transporta de una finca a otra, como la tierra que se le incrusta en las uñas. Su padre también cazaba topos. Recuerda que le contó que con la piel del topo, suave y negra como el terciopelo negro, se hacían gorros para los obispos de Betanzos.

Para cazar un topo, lo primero que hay que hacer es armarse de paciencia. Después hay que mirar las topineras, esos terrones de tierra fresca, desmenuzada, que parecen sobre la hierba los puntos suspensivos de una frase….Y en el último terrón, se coloca el gramil o cepo o garduña, y se ponen dos pizarras para obstruir las salidas del túnel por el que circula el topo, y a veces la comadreja, de tal forma que, si pasa otra vez por allí, caerá en la trampa. Con el viento del sur, cae antes el topo.

A veces, se queda enganchado sólo por una mano, y con la otra sigue remando en su mar de tierra, queriendo hacer más carreros por donde correr, y donde encontrar merucos o miñocas o lombrices. Parece mentira, siendo tan pequeño, que tenga tanto instinto y tanto conocimiento, dice el señor de los topos antes de irse.

No hace esto por dinero, sino para tener una excusa para salir a la calle,y andar con su mujer de la mano, con una calma que hace no querer más esa felicidad de los amores desbordados, de las casas de altos cierres,del nombre en luces de neón, de la juventud y de la belleza; yo, al menos, la dejo ya para los otros, que yo ya solo quiero esa otra suerte de felicidad que deja cuando se va el señor de los topos.

Mónica Fernández-Aceytuno

Blanco y Negro, 5-12-1999

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