SUEÑO DE PÁJARO

SUEÑO DE PÁJARO

Esta noche, en el cielo, además de luna, cometas y estrellas, habrá vencejos dormidos. Y en tierra dormirán las tórtolas turcas en cualquier morera, y los gorriones todos juntos en los magnolios florecidos; y por encima de las moreras y de los magnolios, y por encima de los que no duermen por la noche, y sobre todos los sueños de los que aún sueñan: sobre todas las vidas, habrá vencejos dormidos: los pájaros que duermen en el aire.

Antes durmieron en los acantilados, algunos vencejos aún duermen en ellos, mejor dicho: sobre ellos; porque también allí duermen en el aire; pero debe de haber algo en la ciudad que los atrae y han llegado hasta ellas después de haber recorrido diez mil kilómetros, con sólo diez gramos de peso, para hacer el nido en una buena cornisa, o en el hueco de un tejado, en vez de utilizar la repisa de un roquedo. Cada vez más, el vencejo común prefiere el aire de la ciudad, o de un pueblo, al del campo abierto. Tal vez, y esto no es más que una apreciación personal, el aire está mejor guardado entre las fachadas de una calle, y ese plancton que no flota en el mar, sino en el aire, y que es toda la vida de un vencejo, se queda retenido en el espacio que atravesamos con la mirada al otear el balcón de enfrente, sin ver la escama del ala de mariposa, que está en medio, ni los dípteros, ni los coleópteros, elevados a las alturas por las corrientes térmicas que el sol arranca al asfalto y a los coches de colores oscuros; es decir: creo que el aire ha encontrado entre las viviendas un buen lugar para quedarse como el agua de lluvia que encuentra la tierra arada, y hace con ella charcos que son un mundo.

Un buen ejemplo, es lo que sucede en verano en Santo Domingo de la Calzada, en La Rioja, cuando cae la tarde, y la luz de viñedo. Luz riojana. El cielo de su calle principal se llena entonces de vencejos que vuelan haciendo quiebros, como si el aire tuviera esquinas. Y no paran de chillar, y de volar, por encima de los paseos, de los helados, de los juegos de los niños; con tanta alegría de volar, que es imposible no mirar hacia arriba. Como me parece imposible que al amanecer, cuando el cielo azulea, y los vencejos descienden hasta la Gran Vía madrileña, no se pare allí la ciudad a mirar la mañana que ya huele a verano, y a los vencejos volar entre los edificios con una prisa que no puede ser más que una prisa por vivir, y por no llegar, porque no se paran nunca.

Según el profesor Purroy, las poblaciones de vencejos pueden rodear las tormentas y ausentarse de su ciudad, o de su pueblo, dos o tres días si es necesario, para buscar un hueco de calma y sol, donde no haya lluvias, ni vientos, que arrastren los insectos de los que se alimentan en el aire. Y alguna vez ese hueco debió de estar justo aquí, porque durante sólo unos días he visto volar vencejos por encima de mi casa. Y siempre espero que cuando regresen a su ciudad o a su pueblo, alguien diga por mi en voz alta que han llegado los pájaros que no duermen en el aire, que, por favor, no los llamen golondrinas, porque ni se posan, ni tienen la garganta rojiza, ni las alas brillos azules; que las alas de un vencejo son oscuras, como la nube de la que huyen, como la noche en la que duermen.

Mónica Fernández-Aceytuno



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