ALCATRACES

LO QUE IMAGINÉ

Hasta allí no llegaba el olor de la bruma salada. Ni siquiera nos salpicaban esas gotas de agua con las que viven las lapas que llevan hasta el límite su relación con las mareas. El acantilado del faro, ¿cuántos metros tendría?, no lo sé, pero desde allí todo era mar y todo era cielo, mientras pisábamos sin querer flores de otoño, cólquicos recién salidos de la tierra verde, del pasto de las alturas.

Yo miraba el mar, y mi marido me miraba a mí, preocupado. Quizá no se ven desde aquí. Quizá ya han pasado. Estas palabras pronunciadas a mi lado parecían llegar desde muy lejos, o más bien parecían irse, como si el viento se las lllevara a otra parte, como si el viento quisiera librarme de oirlas. Quizá ya han pasado. Pero yo no escuchaba, sólo oía una voz oreada, y vigilaba el mar por si los alcatraces estuvieran volando en ese momento a ras de las olas, justo por encima de los borregos, la espuma blanca que tienen las crestas antes de romperse. Desde aquí, parecían olas detenidas, y su espuma, trazos petrificados de pintura blanca, como ésos que se quedan siempre y para siempre, por mucho cuidado que pongas, en los marcos de las ventanas de madera, o en una puerta, después de pintar las paredes de blanco. Había tanto mar en movimiento que hubiera jurado que estaba quieto.

Están pasando los alcatraces, me había dicho tan sólo un día antes el técnico en señales marítimas, el farero, el torrero. Están pasando los alcatraces, me contaron los ornitólogos, pueden pasar diez mil con temporal del norte. Y escribí sobre estas aves marinas que hacen en estos días de otoño tiras larguísimas por la costa, aves enormes, de ésas que salen en los documentales, dije, blancas, con la punta de las alas oscurecidas, como si hubieran mojado las alas en un tintero de tinta negra. Imaginé el faro, y el acantilado, y el mar, y los alcatraces lanzándose al agua desde treinta o cuarenta metros de altura, o volando con sus crías, los pollos del año, pardos con pintas blancas, como pollos de gaviota que parece que han jugado en el barro. Imaginé también la luz, y el aire, y escribí todo esos. Quizá ya han pasado. Y noté que tenía en los ojos esas gotas de mar con las que viven las lapas.

En ese momento, mi marido hubiera sido capaz de ir volando a Escocia, o a Islandia, para empujar desde allí a los alcatraces y así yo pudiera ver lo que había escrito un día antes, lo que había imaginado, con tal de no encontrar la decepción en mi cara, o escucharla en mi voz, porque la voz, a mí se me apaga cuando lo que imagino no sucede, o cuando me doy cuenta de que otra vez he pensado por delante, recorriendo un camino por donde no pasará nunca mi vida. ¿Cómo pueden oler más a mar las palabras que el propio mar? ¿Cómo puede un paisaje al que le puse tantos colores y tantos pájaros volverse tan gris tan quieto tan vacío? Yo lo había descrito mejor. Mejor que esta realidad que vemos, dije con voz acolchada, ya casi insonorizada.

Un día llegué a creer que los cuervos eran mirlos. Fue cuando me quedé sin voz, triste, como un jilguero mudo. Ladrones de voz; y el pájaro carpintero vuela haciendo olas, como el mar cuando quiere volar y no puede. Ladrones de manos; y amanece la tierra gallega en un nido de brumas. Por más ladrones que haya, lo que creo con el pensamiento, vive y muere conmigo; y lo escribo en el aire, todos los días, todas las noches.

Además, ha cambiado el viento, sopla temporal del norte: tengo que volver al acantilado del faro, y esperar a que pase lo que imaginé hace unos días.

Mónica Fernández-Aceytuno

Blanco y Negro, 31-10-1999

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