Rosas

Rosas

Rosas de otoño,
sazón
de la belleza.

Buenos días,

Mónica

FOTO: @aceytunos en Instagram

Y más sobre las rosas…

LA FUENTE

Allí podría haber una fuente de piedra. Allí, al fondo, ¿ves el hueco?, donde están los rosales blancos de espinas rojas; bueno, ahora sólo tienen espinas que esperan las flores. No sé si te das cuenta, entre la gardenia y el naranjo, donde la tierra está empapada de agua y de helechos, justo allí, podría haber hoy una fuente de piedra.

Ya sabes que lo más caro de la piedra es el porte y es el tiempo que pasó por ellas. El porte, me lo solucionaron unos amigos que se iban a traer un camión entero; el tiempo, lo perdí completamente. Ahora te cuento. El caso es que con cuatro billetes de los de antes en el bolsillo, me fui a comprar cuatro piedras: tres de base rectangular, para colocarlas una encima de la otra, y una cornisa que partiría a modo de tejado a dos aguas sobre los caños, junto a los que grabaría una fecha que no desentonara con las piedras: AÑO 1999, un año que ya parecía antiguo mientras estaba transcurriendo.

El lugar donde se amontonaban las piedras, daba para varias novelas. En lo alto, sobre la ría, frente al azul del mar y del cielo, se juntaban escaleras que llevaban a ninguna parte, chimeneas sin fuego, balcones, ventanillas, puertas rotas de lo que fuera un banco seguro, escudos de pazos derribados, baldosas hidráulicas de un convento. Yo sólo quería cuatro piedras. Mi madre suele decir que no hay nada que dé más pena que un hombre llorando, pero a mí me produce más tristeza un hombre haciendo el ridículo, como cuando el vendedor de piedras, calzado con esos mocasines que llevan su marca grabada en la lengüeta, resbaló y casi se mata, entre sus tumbas de piedra.

Le expliqué lo que quería, y pareció entenderlo perfectamente al mostrarme tres piedras amarillas de humos, de vejez y de nieblas; y una cornisa donde había prendido, entre criptógamas, el paso del tiempo. Así que le di la mano, y el dinero. A los pocos días, al llegar a casa, vi al fondo, entre la hierba, una mancha blanca. Según me iba acercando, descubrí aquellos pedruscos deslumbrados que veían la luz del día por vez primera: el de los mocasines, me había tomado el pelo. Lo más curioso fue la forma en que pasó de intentar convencerme de que los líquenes y los musgos, los había imaginado yo todos, a confesar que sí, que eran otras piedras, pero que eran mejores. Bueno, muy bien, le dije, éste es mi número de cuenta, para que me ingrese el dinero, y ya sabe dónde están las piedras, que no las quiero ver aquí mañana. Al poco rato, llamó y me dijo: “no se preocupe por el dinero, que ya se lo he ingresado, y las piedras: las piedras te las regalo”.

A veces creo que en el curriculum de una persona no deberían de figurar los honores concedidos, que quizá fueron regalados, sino los premios a los que jamás se ha presentado ya que tal vez tiene más mérito que el propio galardón, resistir la tentación de verse galardonado, así que insistí: “mire, perdone si no me he expresado con suficiente claridad: mañana por la mañana no quiero ver aquí sus piedras”.

Al día siguiente, la hierba empezó a levantarse, aliviada del peso. Y pienso que lo que más vale de mi casa es ese hueco donde podría haber una fuente de piedra, allí, al fondo, junto a las espinas que esperan a las rosas.

Mónica Fernández-Aceytuno
El Semanal Blanco y Negro
aceytuno.com

Rosa de otoño / Aceytuno, octubre 2016

Rosa de otoño / Aceytuno, octubre 2016

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