Novoneyra

Con las calles florecidas de hojas nuevas entré por vez primera en la Real Academia Española.

Hacía viento y hacía frío pero la calidad de su madera, tanto en la tarima como en el portal lateral de entrada, con pequeñas hojas talladas, me pareció que en madera de castaño, le daba esa calidez de los lugares donde el suelo, cuando lo pisas, maúlla como un gato, como el tronco de un árbol mecido por el viento, como las cuadernas de un velero viejo.

Llegué con tiempo de adelanto, que en Madrid, empiezo a darme cuenta, y quizás es así en todas partes, resulta tanto o más inapropiado que llegar tarde, porque, a fin de cuentas, a pocos lugares he acudido donde todo empiece en hora, y es casi mejor llegar en punto que antes, porque tendrás tiempo de sobra de sentarte y mirar las altas ventanas grises, de un gris un poco triste, sin pizca de azul; y del artesonado de flores esculpidas y policromadas, también grises, con un ribete dorado, enmarcadas una a una, en relieve, con trazos rectilíneos como los de un damero.

Se habló de agua y de literatura en la presentación de esa gran revista, para mí en ese momento aún desconocida, que es Granta. En su intervención Basilio Baltar nombró las llampugas que eran atraídas por los rayos sobre el mar, y recordé que este pez dorado con cabeza de delfín y cuerpo de pez espada, puede saltar varios metros fuera del agua cuando persigue a los peces voladores para acabar perdiendo toda su gracia, el vuelo, el dorado, lo irisado de sus aletas verdes y azules, sobre el hielo del mercado.

Al salir, cruzando el salón de plenos, pude charlar con César Antonio Molina, lo cual es un verdadero regalo, ya que pocas veces puedo conversar de poesía abiertamente. También hablamos de los ríos. Del Eume, de la fraga, de los helechos endémicos que tiene, la maravilla del agua, y de paso le comenté cuánto me había gustado el río Lor, de color azul, y de la existencia para mí hasta entonces desconocida (la cultura es algo de lo que me voy enterando por el camino, como si me saliera al paso) del poeta Uxío Novoneyra por el que siento una curiosidad inmensa.

Me comentó que le conoció personalmente y que era de una presencia imponente y que hablaba el lenguaje de la Naturaleza. César Antonio Molina sostiene que los poetas tendrían que hacer un curso de botánica, pero yo no creo que sea necesario.

¡Cuántos botánicos serían incapaces de componer un poema! No es el conocimiento el que da la poesía. Sino desandar el conocimiento hasta la primera impresión de las cosas, que es la que debió de tener Novoneyra cuando su llanto al nacer se mezcló con el agua del río. Ese rumor que le habló en la soledad del Caurel, entre los barrancos del Lor.

Tendría que irme ahora hasta la sala Goya donde hay un libro de Betanzos escrito por él. Pero llevo un día de tantas cosas, aquí en la Biblioteca Nacional, desde el pupitre 17 donde hoy escribo, que no iré, porque no quiero llegar cansada a las páginas de su libro.

Me contó César Antonio Molina que Novoneyra, cuando estuvo en Madrid, fue a ver a Fraga, quien le preguntó: ¿Usted, ¿qué sabe hacer? “Yo soy poeta”. Váyase, déjeme pensar, le dijo.

Y con su maravillosa voz, Novoneyra terminó por cerrar la emisión de Televisión Española, cada noche con un poema.

“Versos a medianoche”, se llamaba su sección, donde recitó la “Negra sombra” de Rosalía.

“Versos a medianoche”, y luego, tras la carta de ajuste, con el rumor del río de fondo que era la desconexión, la gente se dormía.

Mónica Fernández-Aceytuno
republica.com

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