Marqués de Tamarón

Amaneció el día cerrado, envuelto en sí mismo.

Como cada vez que hay que madrugar, dormimos poco y mal; a los pies de la cama la ropa que habíamos encontrado de casualidad para subir a la sierra, el jersey de Alaska, menos mal, unas botas viejas y un chubasquero de andar.

No podíamos dejar pasar la oportunidad de ir a la sierra de Guadarrama con dos de los padres del Parque Nacional, a quienes conocimos con motivo de la presentación de la trilogía “Entre líneas y a contracorriente” del Marqués de Tamarón, también gran amante y conocedor de la sierra de Guadarrama, y gran escritor de la Naturaleza.

Me acordaba de Graells, y de la mariposa que descubrió por estos pinares, y también de Valverde y de Bernis, al pensar que estaba tan cerca de una historia que alguien tendrá que escribir algún día, quizás Santos Casado de Otaola, sobre cómo se produjo el milagro de hacer Parque Nacional a la Sierra de Guadarrama.

Para mí, siempre fue la parte de Naturaleza que había al final de la calle Martín de los Heros, desde donde se veía, en los días despejados, entre los pinos piñoneros del parque del Oeste, bajo un cielo muy azul, una cumbre nevada.

Fui a la sierra muy poco, y ayer, cuando vi que justo al lado de casa de mis padres, bajaban de un autobús con los esquíes personas de todas las edades hasta el Club de Montaña que hay en Francisco Lozano, me dio rabia pensar que yo viví tantos años al lado, pero entonces este Club era un economato militar, también llamado de La Montaña, donde vendían aceite de oliva a granel, que subía a presión desde el suelo con una suerte de manivela parecida a la de un pozo de agua, y que yo bajaba a comprar en una botella vacía de gaseosa.

Con este absoluto desconocimiento de lo que iba a ver, subimos hasta la sierra que estaba envuelta en unas nubes muy bajas, que daban al día un velo de misterio. Si no fuera porque los sauces estaban florecidos y en algún huerto había un melocotonero con sus grandes flores rosadas, no se diría que fuera primavera porque los robles rebollos aún tenían algunos las hojas, aunque en su mayoría las habían tirado, al ser marcescentes: hojas que caen en marzo, para dejar paso a las nuevas, que ni se veían.

Parecía más bien el final de un otoño que el principio de una primavera.

Caía una lluvia muy fina que no mojaba, al contrario, parecía acompañarnos con su calidez de agua tibia, mientras empezamos a subir por lo que podría llamarse una pista, de una arena anaranjada por la lluvia. A los lados, los hermosos cierros ganaderos que hacían de marco para el bosque y, a sus pies, mojadas como cartones, se amontonaban las hojas lobuladas de los robles.

“A hueso”, nos dijo Esther, una arqueóloga (que aquí todos sabían de algo, y sabían mucho) que estaban hechos estos muros de piedra seca. No había dos iguales. Y esa era la gracia, que se notaba, sin la firma, que cada uno de estos cierros, que también dan nombre a los prados que delimitan, estaba hecho por una persona que había dejado en ellos su alma; y como hay muy pocas cosas donde se produzca esta intersección espontánea entre el alma humana y el alma de la Naturaleza, parecían tener vida propia, y espíritu, estos cierros, muros de piedra, empapados de líquenes y de musgos donde se refugia tal cantidad de especies que, si desaparecieran, una buena parte de la biodiversidad de esta sierra, se perdería.

¡Qué cerca suele estar la riqueza natural de la belleza!

En esta sierra de Guadarrama, está por todas partes, que hasta en el pinar plantado a peón, ahondando la tierra, con pino de Valsaín, pino silvestre, envuelto entre la niebla que era a la vez lluvia y respirar fresco de la sierra, tenía el bosque plantado la magia de un cuento, donde entre la verticalidad de estos pinos, y el espesor de la bruma, no se veía el final del camino por el que avanzábamos.

Luego, aparecieron las piedras y una vegetación más rala, dejando atrás las violetas al pie de los arroyos, para surgir una suerte de enebros que se retorcían con sus raíces por las trochas, muy pegados a la tierra, como si aquí el viento soplara ya tan fuerte que segara con el aire a los árboles que asomaran la cabeza.

Las rocas, estaban algunas llenas de aristas, recién caídas de la montaña; y al final, el ruido que era más bien rugido, de un gran chorro de agua, puliendo la piedra por entre la que discurría como por un caño, saltando la cascada igual que la cola de un caballo bayo al galope, dando aún más bruma y más magia y más ruido a un paisaje del que, lo que más me llamó la atención, fue el silencio.

No se oía un pájaro, y sólo en un momento, por el pinar, a un carbonero, pero había un silencio que era el de los lugares sagrados y en un momento, cuando bajábamos, y esperaba al pie de un arroyo para seguir el camino, miré hacia arriba, y brillaban las gotas de agua en los brotes de los pinos, con esa penumbra de cielo estrellado que tienen en pleno día algunos bosques cuando son verdaderos.

También los espinos, rojas sus ramas por el frío, estaban dulcificados por esta lluvia que era un llorar de alegría.

Un menos mal, porque un lugar como este, aún exista.

Mónica Fernández-Aceytuno

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