Trataba de estudiar durante una tarde de verano. Perezoso y distraído, aburrido de no entender lo que sin atención leía, reposada mi cabeza en la mano que sujetaba el lápiz con el que no subrayaba nada.

Trataba de estudiar durante una tarde de verano. Perezoso y distraído, aburrido de no entender lo que sin atención leía, reposada mi cabeza en la mano que sujetaba el lápiz con el que no subrayaba nada. Deseando que pasaran las horas para hacerme la ilusión de que había aprovechado el tiempo, oía la tarde pasar, absorto en no sé qué pensamientos, inconscientemente atento al imposible canto de los mirlos que se colaba por el ventanal abierto. En un momento oí algo en la habitación de al lado y reconocí el ruido propio de un pájaro que se había colado, y la resonancia de sus movimientos nerviosos y torpes por salir del atolladero en el que se había metido. Al revolotear de sus alas y sus tropiezos me asomé. Allí estaba lo que yo creía que era un gorrión común, pequeño todavía. Asustado, sin duda, del extraño entorno que lo rodeaba, donde no había aire ni espacio libre que surcar en velocidad, sino obstáculos por todas partes. Se refugió –qué curioso- en un rincón, y allí se quedó. Me quedé estupefacto, nerviosísimo. ¿Cómo sacar a aquel pajarillo de allí? Tratar de cogerlo con la mano era, naturalmente, imposible y, de conseguirlo, seguro que habría provocado tal estrés al pajarillo que, aunque se viera luego libre en el aire, tardaría en recuperase del susto no se sabe cuánto tiempo.

¿Qué cómo se me ocurrió? No lo sé. El caso es que pensé en comunicarme con él. ¿Cómo? Pues naturalmente con silbidos. Traté de inventarme un lenguaje que fuera comprensible para mi inesperado invitado. Le dije en primer lugar que era necesario que saliera, que afuera la tarde invitaba a recrearse en volar de un lado a otro, por las alturas, atravesando el aire fresco, que su madre estaría sin duda preocupadísima buscándolo… Utilicé silbidos agudos y entrecortados, para tratar de hacerle entender lo apremiante de la situación. No reaccionó. Se quedo paralizado en su rinconcito, asustadito, el pobre. Entonces decidí hablarle con más tranquilidad, con silbidos más melodiosos, más prolongados, como si quisiera hacerle una caricia suave en su frágil cabecita, como si quisiera arroparlo y darle besos. Por pura casualidad tuve la inspirada idea de acercarme a él para que se familiarizara con mi presencia, y se me ocurrió – no sé de dónde salió aquella ocurrencia- coger una revista y acercársela. Seguía silbando para tranquilizarle. Le decía que confiara en mí, que le iba a sacar de allí sin hacerle el más mínimo daño, sin ni siquiera tocarle… y así fue.

Creo que ha sido el acontecimiento más sorprendente que he vivido jamás. Me acuclillé, extendí el brazo acercándole la revista a ras del suelo, silbando lo más suavemente que pude, y entonces ocurrió.

Mi pajarito dio dos o tres pasitos y se subió a la revista.

No se me podían notar los nervios ni la emoción. No debía hacer ningún movimiento brusco, ni dejar que el temblor que tenía por todo el cuerpo se me notara en la mano, ni peder el equilibrio mientras me levantaba y me acercaba poco a poco al ventanal; debía seguir silbando, ya muy muy bajito y suave.

Cuando nos aproximamos al umbral echó a volar. Iba a despedirme de él, pero no me dio tiempo. De esto hace ya treinta años.

Javier Moncada

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