El silencio de un incendio

El silencio de un incendio

Me he despertado y, al abrir twitter, me he encontrado con la llamada de socorro de Cantabria: #SOSCantabria.

Vengo siguiendo estos incendios del invierno en el norte que también están afectando a Navarra, Asturias y Galicia, pero estos bosques cántabros, de los que tanto me han hablado, con ejemplares de robles excepcionales en el valle de Cabuérniga, y esos quejigares de hoja marcescente llenos de magia, pensar que pueden estar ardiendo o a punto de hacerlo, no quiero ni pensarlo porque se trata de bosques irremplazables.

Poco se puede hacer cuando el incendio es de copas y sopla el viento como lo hace ahora mismo, con rachas no sólo fuertes, sino con cambios de dirección.

Y es pronto para hablar con calma de esta nueva realidad de inviernos poco lluviosos, también en el norte, que obligará al menos a una nueva reflexión sobre la prevención de los incendios, extremando las precauciones en los bosques de alto valor ecológico, verdaderos museos de la naturaleza, tan diferentes de los monocultivos que también habrá que vigiliar porque son ellos los que mejor propagan los incendios, al tratarse generalmente de especies pirófitas, siendo el fuego parte de su estrategia vital para diseminarse.

Os dejo varios artículos, a propósito de los incendios, de los que, por desgracia, he escrito tanto a lo largo de los años, alguno vivido en primera persona, como “El silencio de un incendio”, en mi propia casa.

Cae la lluvia ahora mismo sobre Galicia, ójala llegue también a Cantabria.

Mónica

EL SILENCIO DE UN INCENDIO
MÓNICA FERNÁNDEZ-ACEYTUNO
REPUBLICA.COM , 27/06/2011

Está entrando una niebla marina que es como si el mar hubiera emprendido el vuelo, bajando las temperaturas, lo cual vendrá bien para los incendios.

Por aquí los incendios los anuncia el sonido de un motor por el aire, como este fin de semana, cuando pasó volando un hidroavión muy bajo.

El día anterior, mientras la gente en la ciudad compraba hierba luisa, menta, romero, incluso ramas de olivo con diminutas aceitunas verdes para lavarse de madrugada la cara, vi al regresar, ya por la tarde, a un paisano haciendo fuego, ahora que todas las quemas están prohibidas, precisamente porque era la víspera de San Juan, lo cual le daba la excusa perfecta para quemar unas ramas. Apoyado en el sacho, miraba la hoguera. Aunque ahora me parece que hay más conciencia entre los campesinos, aumentan sin embargo los incendios intencionados por otros motivos: como el intentar hacer de los montes lugares que no tengan valor natural para darle otros usos más rentables.

No todos los montes que se queman suponen una pérdida ecológica del mismo valor, pero suele suceder que junto a los monocultivos forestales quemados, aquellas especies únicas que quizás sobrevivían en las lindes, se ven arrastradas, arrasadas también por el fuego sin un lamento, silenciosamente.

Lo que más me llamó la atención cuando viví en primera persona un incendio, es que, el fuego, no hace ruido; y se puede estar quemando el monte de atrás, y tú no oír nada, si tienes las puertas cerradas.

Recuerdo que estaba haciendo la cena a mis hijos y un filete en la sartén llenó de humo la casa, por lo que al ir hacia las habitaciones y pasar delante de la puerta de la calle, que aquí es el campo, no me extrañó ver al humo entrando, hasta que me detuve a pensar, ¿cómo es posible? ¿Humo que entra de la calle hacia adentro?

Contemplaba sin comprender nada ese humo de la madera que se quema en verde y que era como una cortina blanca que flotaba por debajo de la puerta y se elevaba como el genio de una lámpara hacia el techo, porque el humo tiene vida propia, y sube y busca el aire y el oxígeno de las casas, si le empieza a faltar afuera. Abrí la puerta, y apareció el infierno.

Las lascas que se desprenden del tronco de los eucaliptos, eran pavesas que pasaban volando por encima del tejado como alfombras voladoras quemándose. Prefiero no recordarlo, la sensación de indefensión, de pena, la salida apresurada de la casa, los niños, el perro, la llamada a los vecinos que, como yo, no se habían enterado del fuego que había afuera.

Cuando el incendio es de copas, es de noche y sopla el viento, no hay avión ni helicóptero que puedan hacer nada. Solo rogar al cielo. Pedirle que envíe la lluvia, que calme el viento, que de madrugada baje la temperatura, o que mande al mar a volar por el aire.

Y el cielo, que no está sordo, a veces te escucha.

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VIVIR PARA LAS FRAGAS DEL EUME
MÓNICA FERNÁNDEZ-ACEYTUNO
ABC, 3-4-2012

Está entrando por el mar la niebla para apagar el fuego. ¿Qué puedo decir? ¿Qué puedo arreglar yo escribiendo? ¿Cómo explico lo que eran, lo que son las Fragas del Eume? No hago más que mirar hacia el horizonte que por aquí da a la ría y por el que se puede saber cómo está el mar sin verlo. Me he acostumbrado a adivinarlo por el olor a salitre, o por el vuelo de las gaviotas que entran cuando hay temporales. A veces, tendiendo la ropa, por la velocidad a la que se seca, me doy cuenta de que habrá incendios.

Y así estaba el sábado el día, seco, bochornoso, el cielo amarillo, con viento racheado, uno de esos días que no presagia nada bueno y otra vez, tendiendo la ropa, pensé: «Va a haber incendios». Hace ya varias semanas que afortunadamente se suspendieron los permisos de quema, que es algo que hasta hace no mucho no sucedía porque se esperaba a la misma fecha todos los años, hiciera el tiempo que hiciera y, claro, los montes ardían. Eso ha cambiado, menos mal, pero tienen que cambiar muchas más cosas.

Para empezar: que haya especies alóctonas entrando en las fragas. Entran estas especies como está entrando la niebla, silenciosa, sigilosamente, con pasos de semillas que germinan con el fuego porque son pirófilas. Y ese es el problema que nos vamos a encontrar entre las cenizas: que las primeras especies en germinar serán las amantes del fuego: brezos, tojos, y por encima de todos ellos, esa pesadilla para las fragas que se llama eucalipto. Un bosque atlántico no arde por sí sólo, ni siquiera con la ayuda de uno o varios delincuentes, porque el incendio baja al suelo, como si agachara la cabeza, al llegar a la fraga. Sólo alcanza las copas cuando aumenta la temperatura y eso sólo sucede si hay, entreverados en la fraga, eucaliptos de hojas cargadas de terpenos altamente inflamables.

Los robles, los fresnos, los bidueiros, los ameneiros aún no habían desplegado del todo sus hojas. Acaba de empezar la primavera. El suelo, donde no había cenizas, estaba el domingo todo cubierto de fresales y violetas silvestres. No puedo ni pensar que sigan quemándose las fragas, ese único bosque atlántico y costero que no fue sembrado ni plantado por nosotros.

¿Cómo podríamos llegar a hacer eso? Recuperar la fraga con nuestra torpe mano. Qué hábiles somos para la arquitectura, y qué burdos para imitar la Naturaleza. Porque se trata no sólo de plantar brinzales a tresbolillo, sino de hacer y a la vez dejar de hacer. Y esa arte quien mejor la domina son las personas que allí viven. Los habitantes de la fraga son tan necesarios como los carballos a los que quitaban la corteza para curtir las pieles. Con ellos, y con todos los que estén dispuestos a vivir de y para las Fragas del Eume, habrá que empezar a hacer las cosas de otra manera. Ahora solo espero que esta niebla se convierta en agua.

Ardilla huyendo del fuego en el incendio de las Fragas del Eume / Aceytuno

Ardilla huyendo del fuego en el incendio de las Fragas del Eume / Aceytuno

INCENDIOS, ¿Y AHORA QUÉ?
MÓNICA FERNÁNDEZ-ACEYTUNO
REPUBLICA.COM, 27-8-2012

Vengo leyendo estos días el libro “Ingeniería y Naturaleza” de José Luis González Escrig, y me angustio cuando leo que hace cien años se discutió si reforestar los montes españoles con especies autóctonas, indígenas decían; o exóticas.

Ganaron estas últimas en muchos lugares, como el paisaje que contemplo ahora mismo, donde ya sólo queda bosque indígena, autóctono y auténtico donde casi no llega nadie. Tal es nuestra influencia sobre el paisaje. Una persona, una sola persona, o un grupo de personas decide y convence y cambia lo que yo veo, lo que jamás veré, cien años más tarde.

Imagino que el criterio era sacar la mayor rentabilidad en el menor espacio posible, y todo ello quizás ligado a una cierta actividad rural que todavía existía y aún hoy existe, como hemos podido comprobar hace poco en el incendio de una localidad leonesa resinera que vivía de las resinas de los pinos, pero cuántos pinares hay en los que ya no trabaja nadie y que son como un bidón de gasolina derramándose por la tierra.

Por aquí yo diría que sólo visitan los montes el día que se plantan y allí quedan abandonados a su suerte hasta que suenan las motosierras, el toque a muerto de los árboles. A veces, se ve a algún matrimonio que viene de limpiar, ella con su mandilón azul claro, él con un mono azul añil, pero cada vez son más mayores y el paso del tiempo se los va llevando con la guadaña de la muerte, tan parecida a la que llevaron en vida en la mano.

Es curioso que las cosas que dependen de nuestra mano, no puedan pasar sin nosotros, y tiene razón Ricardo Vélez cuando dice que “en incendios de verano y en montes sin selvicultura es muy difícil evitar que arda todo”. Porque cuando se planificaron los montes había un cierto cuidado en lo que se ponía y en su gestión posterior, pero hoy es distinto.

Hace unos días leía que un señor pretende apagar con agua del mar transportada por tuberías los incendios de Canarias. Y a lo mejor consigue vender la idea, porque todos estos artilugios son mucho más aparentes, en comparación con el lento y constante trabajo del selvicultor, más necesario, y que es el que consigue que si hay temperatura y baja humedad y sopla el viento, al menos no haya combustible para que el conato no se convierta en gran incendio. Precisamente que haya habido tantos grandes incendios este verano da una idea de cómo está de abandonado el monte.

Por eso dicen que los incendios se apagan en invierno, pero quizás tenemos que empezar a pensar que podrían apagarse cuando se reforesta y se planifican los montes para dentro de cuarenta, cincuenta, cien años. Cómo será el paisaje que verán nuestros nietos. Es hora de discutir. De pensar que si somos tan exigentes para restaurar una obra de arte, ¿por qué no restaurar con la misma exigencia los paisajes?

Hacer un estudio de lo que había antes de que se dilucidara con qué especies había que repoblar los montes españoles, antes incluso de la Mesta y de las desamortizaciones y de los buques de la armada que se hundieron con los bosques talados. Habría quizás que tratar de recuperar todas esas especies que consiguieron aguantar el paso de los siglos y del fuego, darle al fin, pasados cien años, la razón a Miguel del Campo Bartolomé cuando en su “Restauración de montañas” dice que las “especies indígenas deberían ser las preferidas”.

Porque si hay algo que ha quedado demostrado es que los montes que diseñamos nosotros en su día no saben estar sin nuestro cuidado. Que son puro combustible ahora mismo y que en estas condiciones la extinción es un fracaso porque es imposible apagar un fuego explosivo como los que se han producido este verano y que tan bien definió en su “Manual de extinción de grandes y peligrosos incendios” Enrique Martínez Ruiz: “Fuego explosivo: se puede denominar así, cuando una superficie significativa de vegetación, previa desecación, arde al unísono o con una velocidad de propagación superior a 100 m/minuto. El vacío creado por la ascendente y potente columna de humo (depresión), es llenado por el aire de alrededor, produciendo una fuerte turbulencia que extiende el fuego.”

En la Naturaleza no hay vuelta atrás, queda poco suelo, y hay demasiada semilla foránea. Pero hay que seguir, hay que seguir reforestando, pero ¿de otra forma?

Decía Hoceja, que “nadie devolvía a la tierra lo que a la tierra le quitaba”.

No afirmo, sólo pregunto: ¿No habrá llegado la hora ya de hacer las cosas de otra manera?

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