m. Avefría (Vanellus vanellus) en Badajoz. Ave pía, blanca y…
piedemonte.
m. Lugar situado al pie de la montaña, de suave declive, con abundantes derrubios.
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Se sube a “El Pendolero” por unos caminos de arena que van trazando unas curvas por donde la escorrentía de la lluvia baja en línea recta.
Es este un paisaje de encinares, jarales y berrocales de piedemonte, aquí y allí con peñascos graníticos que parecen haber llegado por el aire para, al tocar suelo, dejar pasar el tiempo mientras se cubren de líquenes amarillos, grisáceos y negros. Qué hermosas son estas piedras, esparcidas por “El pendolero” como las charcas en las que flota, tras salpicar, la lluvia recién llegada.
Mientras subíamos, me di cuenta de que esta finca la había visto yo antes, y así como no podría asegurar que se trate de la misma porque los nombres se me olvidan, no me sucede lo mismo con las imágenes, y hace unos años me enviaron una foto de unos jabalíes con las cuatro torres de Madrid al fondo, esas torres que parecen las patas de un enchufe conectado al cielo, que hoy pondría la mano en el fuego de que esa foto, se hizo en esta finca de “El Pendolero”.
De pronto salió el sol entre los chaparrones y me alegré de llevar sombrero campero ya que este sol que sale tras la lluvia, es el que más quema de todos porque viene a dar sobre un aire recién lavado. No acabo yo de verme con plumas en la cabeza; de ponérmelas sería en los brazos, que tienen algo de ala, o como mucho una flor, de las que siempre llevo en el pensamiento. Es una pena, pensé, que esta boda no se hubiera celebrado en mayo, porque las jaras estarían florecidas como novias.
Pero la novia, siendo la más guapa no es la más feliz de una boda, sino los niños que juegan en el estanque, que bailan por las escaleras, o que pueden desaparecer durante horas debajo de una mesa sin que nadie pregunte por ellos. Hubiera dado lo que fuera por llevar unas botas y perderme por estos caminos de arena de “El pendolero”.
La casa, que es un palacio, merece un capítulo aparte, con su planta rectangular rematada por un lucernario en lo alto con unos ojos de buey que miran a los cuatro puntos cardinales. Le adorna también mucho las altísimas ventanas de rejas blancas, y el porche tan elevado de la entrada que a la vez hacía de terraza para el segundo piso, uno de esos porches que no te quita el sol pero sí la lluvia. Me recordó inmediatamente este porche pintado hasta el techo de blanco, al de la casa de Washington, por su rectitud y su altura, pero en este caso habían tenido además el acierto de colocar una glicinia en cada columna de hierro pintada de blanco, a las que se abrazaban los troncos de las glicinias como si fueran borrachos que estuvieran dando vueltas alrededor de ellas, con tal presión que los canalones que les han adosado, han venido a ser estrangulados por la fuerza de esta planta que no es más que la expresión de la fuerza de la luz, el agua y la tierra cuando se juntan.
Por dentro, llamaba la atención la escalera y la gran entrada, llena de luz del lucernario, y una pequeña biblioteca en la que también me hubiera perdido, aunque estaba cerrada, y una gran terraza donde se celebraba la boda, con una parte abierta en la que habían colocado, sobre las grandes copas blancas de la balaustrada, con el verde seco del monte de “El Pardo” y la blancura de Madrid al fondo, unas flores de ciclamen rojas.
Mónica Fernández-Aceytuno
republica.com
25/3/2013