Miles han vivido sin amor, pero ni uno sin agua.…
MÉXICO
ATERRIZAR EN MÉXICO
No hay ciudad que me haya impresionado más que la ciudad de México.
Diez minutos antes de sobrevolar esta ciudad, toda la tierra que la rodea es hermosa, salpicada de luces como el fondo luminiscente de un océano, cada pueblecito con su casa y su luz y su universo dentro de cada hombre y de cada mujer que sueña.
Por más que digan que el hombre estropea la Tierra, al menos por la noche, son aún más hermosas estas aldeas iluminadas que las deshabitadas estrellas, desperdigadas sus luces por una oscuridad que, desde el aire, no se distingue si se corresponde con el agua negra de algún lago, o con un monte que duerme tapado por la sábana de algún bosque.
Al pasar Pachuca, aparece de pronto la Ciudad de México y entonces se tiene la impresión de no estar en la Tierra, sino en Titán o en alguna otra luna de Saturno, de misión espacial, porque aquello no parece una ciudad sino un satélite o un mundo, al fondo de un cráter, todo interminable y cuadriculadamente iluminado, junto a un cielo que ya amanece anaranjado, rojo, azul claro y azul oscuro en lo más alto, con tres estrellas que casi dan pena junto al brillo de abajo y el contraste de los volcanes que, como el lago y los montes, se ven tan negros que parece recortables contra el día que amanece.
Al estar el aeropuerto en mitad del distrito, hay que sobrevolar a cámara lenta el manto de luces, bajo una nube negra que recuerda un poco a la de Madrid en los días de sol y calefacciones, pero esta nube es aún más espesa y oscura, como si alguien estuviera quemando ruedas por todas partes.
Amanece al aterrizar y la ciudad que parecía naranja y negra como una mariposa monarca, con la luz del sol se colorea toda, y se llena de ruidos y de vida, y el aire parece claro y limpio, aunque su olor nos recuerde lo que vimos desde el cielo.
Mónica Fernández-Aceytuno
ABC, Viernes 4-2-2005
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