LA ESPONTANEIDAD PEN

LA ESPONTANEIDAD PENSADA

No es tanto el escribir lo que cansa, sino el leer lo que se escribe. Comprobar que no hay forma de aprehender la vida con las palabras, porque la vida se hace cada día para que no vuelva. Y no vuelve.

Sin embargo, lo que escribo ahora llegará un domingo con olor a barra de pan ardiendo. Paco pita lo envuelve en un papel muy fino que perece de seda parda, con las manos enharinadas, al bies, y enrosca el papel en las puntas para que el pan no se vaya, sin darse cuenta de que está esculpiendo, de forma espontánea, la hélice de una caracola marina, o la flor de la ipomea azul antes de abrirse.

Y, ya en el desayuno, con el pan abierto, el contenido de lo escrito, y las comas, y los puntos, me perseguirán en mi día libre por la casa, y me pesará otra vez no haber conseguido atrapar sin querer, como un panadero que envuelve el pan del día, lo espontáneo pensado tantas veces, el eco que va y viene desde el principio y que siempre parece nuevo.

Como la voz del sapo, la nota más dulce que tiene una noche de verano, que es la voz más antigua de la tierra, repitiendo lo vieja que es la vida, lo viejo que es el mundo. Es eso que se oye, y no se atrapa, entre las ramas de un roble, eso que falta, tal vez por haber hecho tantos planes con su vida, al eucalipto, aunque al menor golpe de viento se mueva, y murmulle.

Sin embargo, hace unos días se cumplió en esta tierra, lo que ya predijo en 1952 uno de los mejores entomólogos españoles, Pedro Ceballos, en su libro sobre elementos de entomología: la llegada de un gorgojo australiano que se come las hojas más tiernas del eucalipto. La primera vez que ví a ese gorgojo fue hace pocos días, en una cena que hicimos en casa al aire libre, a la luz de las velas y de un farol pequeño. Íbamos por el primer plato cuando, unos escarabajos del color de un ladrillo, empezaron a caer en la sopa, y en la ensalada, y cortaban con su vuelo la conversación a cada rato. No le dimos más importancia. A los pocos días, Antonio y Manolo empezaron a hablar de unos vermes en los eucaliptos, y preguntando, como siempre, supe que se trataba de Gonipterus escutellatus, de la plaga australiana que había augurado, cuarenta años antes, Ceballos.

Ahora miro el eucalipto de otra manera, y hasta me da pena ver cómo pierde por el borde de su copa los verdes más tiernos, y eso que lo llamé un día ladrón de sol, ladrón de agua, cuando no tenía la espontaneidad que la enfermedad le ha traído. Y yo iré contando que es de su vida porque aún no ha germinado, no he conseguido atrapar lo espontáneo, ni me he quedado en el bordillo de una acera, triste, como una foto de sonrisa caducada. Sólo me ha tocado seguir escribiendo, volar, como si fuera una de esas semillas de sauce que vuelan rodeadas de un halo parecido al de la luna; volar, escribir, día y noche, con una esperanza de árbol, esperanza de la espontaneidad pensada, a la deriva.

Mónica Fernández-Aceytuno

aceytuno.com

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