La primera noche que pasé en Carraceda, aún no se me ha olvidado cuando salí y vi al fondo las luces de Merille que en la oscuridad parecían una constelación más del horizonte.

MF-A

La primera noche que pasé en Carraceda, aún no se me ha olvidado cuando salí y vi al fondo las luces de Merille que en la oscuridad parecían una constelación más del horizonte.

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Puedes cocinar o pasear, siempre haciendo otra cosa que no es escribir, y de pronto se te ocurre algo como de pronto aparece en la ventana un pájaro que no esperabas, y eso que has escrito es espontáneo y germina y respira y vive. A mí la inspiración jamás me encuentra trabajando, sino viviendo. La frase de Picasso a mí no me sirve. Es más, si trabajo, si me empeño en domeñar la frase, el resultado es nefasto.

Así es la tercera rama. Una rama invisible porque todavía hoy te ponen en la bifurcación para que elijas la rama de las ciencias o la rama de las letras, pero si os fijáis, ahora que están los árboles deshojados, os daréis cuenta de que precisamente en el punto de unión de dos ramas, justo antes de iniciarse la bifurcación, es donde hacen los nidos los pájaros. Ese nido es la tercera rama. Es la vida que no ha buscado el árbol aunque haya venido a posarse en sus ramas.

La tercera rama es el lugar donde anidan las palabras espontáneamente sin que el árbol que las sostiene intervenga con su voluntad.

Para que esto suceda el aislamiento es fundamental.

Porque aunque se nos de a todos a ver lo mismo, cada uno lo vemos de una manera muy singular, porque hay algo en común en todos los escritores de la Naturaleza, y es el profundo aislamiento, para dar cada uno, del mismo paisaje incluso, algo distinto.

Soñar no es suficiente. Hay que vivir, entre la gente, aislado. Y es curioso porque la especiación se produce de la misma manera: es en las islas, en lo más recóndito de una montaña, en los lugares aislados por las barreras biogeográficas, donde están las especies más singulares. También la biología de las palabras parece requerir ese aislamiento.

Los buenos escritores de la Naturaleza han vivido, al menos en algún momento de sus vidas, aislados. Mi hijo mayor, cuando era pequeño, me dijo en una ocasión: “Mamá, tu casi no tienes vida social”. Qué pena que no esté hoy aquí para que viera cuántas personas puede haber tras las palabras.

Cuando llegamos a vivir a Carraceda, que ni siquiera es una aldea gallega, ni una parroquia, sino lo que se llama un lugar, el lugar de Carraceda, yo no pensaba que acabaría escribiendo. Llegué con dos niños pequeños, uno de ellos en taca taca, el otro con sus juguetes. Me pareció el paraíso. Recuerdo las tardes de final de primavera, la hierba recién segada del campo de al lado, esa luz que está a punto de marcharse y que es la mejor del día, mis hijos en pijama, recién bañados, uno en brazos y el otro con un avión de juguete. Acabábamos de sembrar la hierba pero había salido lo que llaman en Galicia la xunca, la grama, y Pilar, que aparecía cada mañana en la puerta de casa con la leche recién ordeñada, con la que hacía galletas de nata, un ramo de calas, o de celindas, los grelos para hacer el caldo, dijo que había que arrancarla. Estaban los montones sobre la hierba. Con los del campo de al lado, había tres verdes distintos. El aire tranquilo, la sombra del monte de atrás sobre el monte de enfrente. El olor. La luz, la luz de Galicia, y esa felicidad de la juventud de la que no te das cuenta mientras pasa.

La primera noche que pasé en Carraceda, aún no se me ha olvidado cuando salí y vi al fondo las luces de Merille que en la oscuridad parecían una constelación del horizonte más, tan lleno de estrellas estaba el cielo, me pareció que estuviéramos volando, al no haber alumbrado, y de pronto, el tractor de Manuela, mi vecina, que había mandado a su hijo a que viniera con el pisón a hundir la semilla, a pisarla porque habían anunciado lluvia para el día siguiente, y las luces del tractor iban y venían como las de un faro en la oscuridad entrando por la ventana.

Acabábamos de hacer la mudanza. Teníamos todos los cuadros para colgar dentro de la chimenea.

Me acuerdo que Pilar me dijo, porque me llamó muchísimo la atención su comentario: “No sé si aguantarás tanto silencio”. Y era verdad. Cuando mi hijo mayor estaba en el colegio y el pequeño dormía, todo era silencio. Pero de noche, cuando acababa de recoger la cocina, lo que más me gustaba era salir afuera a cerrar las contras de los dormitorios y a escuchar el silencio. Mi madre, siempre me hacía prometer que cerraría todas las contras, pero hay contraventanas en mi casa que jamás se han cerrado. Y siguen sin cerrar. Pues bien, a mí aquel silencio me encantaba. Es como si el silencio me acompañara. Me parecía acogedor, dulce, aunque estuviera afuera y tuviera que abrigarme porque hacía frío. Pero poco a poco me di cuenta de que no había silencio. Que ladraban los perros o que si había hecho sol ese día y la tierra había elevado su temperatura, cantaban los grillos. Por el día, además del rumiar de las vacas, que entre tanto silencio se oía con total claridad, venía el murmullo del aserradero, a varios kilómetros de distancia, que es el que traía, con el viento del sur la lluvia; y que cuando pasaba el tren de mercancías las ramas de los avellanos volaban y caían las avellanas a la vía con lo cual caías tu también en la cuenta de que el tren cuando ya se estaba yendo, cuando ya se había ido, sembraba avellanos sin querer.

Continuará…

(De la conferencia “La tercera rama” en el Casino de Madrid el jueves 28 de febrero de 2013)

Pincha aquí para leer la primera parte de la conferencia

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Mi afectuoso saludo,

Mónica Fernández-Aceytuno

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