10:20 El huracán Gustavo no es nada comparado con lo que ha soplado y caído aquí esta noche. Llovía tanto esta mañana que no se veía más que el agua y al fondo, un poco de verdor del prado...
La envidia
11:16
Ayer por la tarde, en Sevilla, donde también están florecidas las glicinias, leí este artículo sobre la envidia.
LA ENVIDIA
Era un hospital para tuberculosos de habitaciones blancas, y de hombres con los pulmones oscurecidos. Sólo uno tenía la cama junto a la ventana.
(Lo escuché hace unos días de boca del último limpiabotas de los aeropuertos españoles, Alfonso González Puentes, a quien a su vez se lo contó el que fuera practicante del aeropuerto de Labacolla, en Santiago de Compostela. Charlábamos de literatura: “Es que, ¿sabe usted? -me dijo Alfonso- , la envidia; la envidia es muy mala”. Y con el lápiz de mi memoria, que no es muy de fiar porque lo mismo le da por adornar que por desnudar las cosas, tomé nota de este relato, cuento, historia, verdad, mentira, sobre la envidia).
Como iba escribiendo: era un hospital para tuberculosos de habitaciones muy blancas, y de hombres con los pulmones oscurecidos. Sólo uno tenía la cama junto a la ventana.
Cada mañana, al terminar su ronda, médicos, limpiadoras y enfermeras, cuando la sala blanca estaba tan tranquila que no se oía ni el vuelo de una mosca, el paciente de la ventana lanzaba la voz a volar para que sus palabras llegaran a todos y cada uno de los tísicos.
– Vaya, ahí viene ya la chica. Qué pena que lleve el pelo recogido, con lo hermoso que lo tiene. Se ha sentado en el banco. Mira el niño qué gracioso, cómo corre. Y el soldadito, ahí llega el soldado, se conoce que hoy no tuvo guardia. Cómo se abrazan, ¡eso sí que es estar enamorados!
Cuando hablaba, se diría que los enfermos detenían hasta el respirar de sus maltrechos pulmones para no perder ningún detalle de lo que sucedía al otro lado de la ventana. Pero ninguno permanecía más atento que el enfermo de enfrente. Como si le fuera la vida en ello, observaba en silencio la forma que tenía aquel hombre de girar el rostro hacia la ventana; y tocaba, con los invisibles dedos de la mirada, cada gesto, cada arruga de la frente, cada articulación de la boca por donde salían volando esas palabras.
Una noche, el enfermo de la ventana sufrió una hemoptisis que lo ahogaba. El paciente de enfrente, vigilante día y noche, podía haber alargado la mano, tocar el timbre, abrir la boca para avisar a la enfermera y contar lo que veía, lo que oía, lo que estaba pasando; pero una fuerza amarillenta lo atenazaba. Queriendo o sin querer, dejó morir al enfermo de la ventana.
Al día siguiente, cuando el médico certificaba la defunción, se le escuchó decir:
– Doctor, doctor, ¿puedo yo ocupar su cama?
– ¿Para qué quiere usted cambiarse de sitio?
– Bueno, prefiero esa cama que ha quedado vacía, junto a la ventana,
si no le importa.
El médico lo miró extrañado.
– En fin, como usted quiera.
Mientras las enfermeras efectuaban el cambio, el tísico cerró los ojos, y se prometió no abrirlos hasta que regresara a la sala ese silencio blanco donde no se oye el vuelo de una mosca. Giró la cabeza hacia el cristal. El corazón le latía como si fuera a salírsele del pecho. Abrió los ojos. Por la ventana, vio una pared blanca; blanca, infinita y fría. Vacía como una página en blanco.
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Feliz día,
Mónica Fernández-Aceytuno
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