EL VACÍO

EL VACÍO

Suelo circular por una carretera en la que, entre los abedules, se asoman las retamas: verde abedul, amarillo retama, verde abedul, otra vez amarillo retama, dibujando con el pasar la bandera de un lugar desconocido. Un lugar donde el vacío nunca existe o, si existió alguna vez, fue por poco tiempo: sólo durante la construcción de la autovía, cuando las tierras se removieron y no quedó nada en su sitio. O casi nada. Se salvaron los abedules, y un gran alcornoque de quinientos años del que los vecinos cuentan que, de niños, le robaban pedazos de corcho para atárselos a la cintura y nadar en el río de los caballos. Ahora, en esa curva que se trazó por el árbol, son las hiedras nuevas las que se atan al tronco viejo, con tanta fuerza que casi lo tienen ahogado. Estas hidras bravas medran por todas partes; estoy convencida de que son los pájaros las que las siembran. Como sembraron zarzas los mirlos en el terraplén después de viajar las semillas por la oscuridad aviadora de su cuerpo lleno de plumas. Más tarde, el tojo y la retama y las zarzas fueron alargando sus sombras sobre la tierra y, al llegar la lluvia, y poner de acuerdo a todas las ramas para que asintieran: sí, sí, sí, está lloviendo; empezó a crear de la nada, charcos donde se mueven paramecios microscópicos cada vez que se oye el ruido del aserradero, el sonido que trae más agua del cielo.

En sólo cinco años, el vacío, se ha llenado, o, más bien, se está llenando, porque es difícil saber en qué momento ha terminado este afán por recuperar lo que hubo, este examen de cada semilla, de cada ser diminuto, para que ingrese o no en la comunidad de pioneros. Y no hay mejor prueba de la fuerza de la vida que en medio de los desastres: ese tajo dado a la tierra, en las flores que salen entre los escombros, o en los helechos que parecen renacer con las cenizas del bosque abrasado. Ramón Margalef, en su libro de Ecología, escribe que las áreas alteradas por el hombre, si se abandonan a sí mismas, tienden a reconstruir un ecosistema parecido al primitivo. Y, hace sólo unos días, con motivo de su nombramiento como doctor honoris causa por la Universidad de Alicante, manifestó su vacío, y dijo: “faltan filósofos que contemplen la naturaleza con ojos de niño”. Pero a nosotros nos falta el profesor Margalef, nos falta su voz, su opinión, cada vez que se habla del cambio climático, de la capa de ozono, de la influencia de los alimentos transgénicos en el medio que nos rodea, y de todos aquellos temas en los que las zarzas del desconocimiento han sido sembradas ya por los pájaros. Eso que se llama “gran público”, esta echando en falta la sabiduría de Margalef, aunque nadie parece haberse dado cuenta del vacío de ideas claras sobre la naturaleza por el que transcurre nuestra vida.

Blanco y Negro, 1999

Mónica Férnandez-Aceytuno

Aceytuno.com

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