Hay libros que me encantaría tener, aunque no entendiera una…
El Estrecho
Acabo de llegar de una parte de España que desconocía y que es la más cercana a África, tan cercana que se toca con el corazón de los ojos.
Desde Tarifa, al atardecer, con el viento de levante haciendo que las olas regresen por donde han venido nada más tocar la playa, echando hacia atrás la cresta de la ola como si el borrego del mar, la espuma, fuera una melena blanca, se ve con total nitidez, al otro lado del Estrecho, las cosas, las casas e incluso los molinos de viento como si fueran un espejo de nuestro pasado.
Por nacimiento y por haber vivido mis padres y mis abuelos muchos años en África, no puedo evitar la nostalgia de la tierra que no tengo, lo mínimo que se puede pedir, un lugar de nacimiento al que volver y al que yo no he vuelto, esos primeros colores que vi, blanco, azul y arena, cuando nací en Villa Cisneros, y que me ha parecido volver a ver por aquí, aunque quede muy lejos este lugar de esas tierras que daban frente a las islas Canarias y que pedía, insistentemente, la reina Isabel la Católica que cuidaran.
Aquí hay muchísimo más verdor que en el Sáhara, ¡qué sorpresa ha sido encontrar tantos alcornoques en los montes! Y todo es de una pureza primigenia, que es la que yo recuerdo del océano en el Sáhara, y que aparece también aquí toda azul, llena de olas blancas. Y blancos también los pueblos, allí en lo alto, como Vejer de la Frontera, o al final de la playa como Barbate, con sus barcitos junto a la lonja donde desayuno café y tostadas con tomate y aceite de oliva mientras amanece sobre el océano y unos marineros conversan, a mi espalda, del tiempo: “Hoy va hacer mucha calor”, con un acento lleno de gracia, como el vuelo de los vencejos sobre la arena, llevando el alimento a las crías que tienen en una suerte de pequeña caseta blanca llena de rendijas donde quizás se guardan los aparejos en la lonja y que a los vencejos les ha parecido un lugar maravilloso para traer a sus crías al mundo y después cruzar el Estrecho de regreso a África.
Todo aquí, hasta los pájaros más terrestres, son marineros. Todo es atún y es almadraba y pescado del día, y alegres aves sobrevolándolos.
Incluso golondrinas he visto en estas playas, desde Tarifa a Atlanterra y Zahara de los atunes, y en todas, las dunas florecidas, con azucenas y cardos marianos. Pocos lugares he visto más limpios, más auténticos todavía, como si el tiempo se hubiera detenido mientras pasaba el viento llevándose todo lo que, para conservar tanta belleza, no hacía falta.
Hacía años que no me bañaba en un agua tan cálida y tan pura, cubierto el fondo en algunos lugares por rocas que el mar había convertido en cantos rodados planos como los que lanzábamos de niños, suelos bajo el agua de suavísima piedra en la que se adherían unas algas rosas ramificadas como árboles en miniatura, llenas de calcio, coralinas, creo que recordar que se llaman y que son hermosísimas vistas al microscopio.
Después alzas la vista y aparece toda la inmensidad azul de la playa vacía, rosada al atardecer, con algunas cañas puestas para las bailas, las lubinas, y las doradas que pican de noche al brillo de las rapalas.
Arriba, hacia el noroeste, en la quietud cálida y azul oscura del cielo, la llamativa conjunción de planetas que se observa estos días, entre Venus y Júpiter.
Abajo, se esconde el sol, muy rojo, lentamente, y se echa a dormir el viento.
Aparece la luz blanca de un faro.
En frente, al otro lado del Estrecho, se encienden, temblorosas como estrellas, las primeras luces de África.
Mónica Fernández-Aceytuno
Republica.com, julio 2015
Aceytuno.com