EL ACONCAGUA

EN EL AIRE

EL ACONCAGUA

La cordillera de los Andes tiene estos días el rojo de Marte y unas salpicaduras de nieve en las cumbres como si Pollock le hubiera echado unos brochazos.

Tiene la cordillera esa belleza de los lugares deshabitados, donde se diría que no medra más vegetal que las algas verdiazules de sus lagunas. La vida humana aparece después, a lo largo de los ríos, donde se aprecia que el hombre puede ser más sencillo que un insecto ya que en vez de los hexágonos que construyen las abejas, hace cuadrículas con sus campos, aunque en Chile tienen el detalle de rodearlos de alamedas donde anidan los pájaros que acompañan con sus cantos a la cosecha. Las primeras aves que vuelan, son una suerte de avefrías sin moño, parecidas a las nuestras pero con esas diferencias que marca la distancia en las especies.

La ciudad de Santiago es larga como la cordillera y sigue el curso del río Mapocho y la entrada tiene el brillo de la hojalata que es el brillo, en las ciudades ricas, de la pobreza. En el día de Navidad se respiraba la paz del lugar que ha dejado de ser noticia, y toda la ciudad tenía un aire cansado de tornaboda, aunque el Mercado Central estaba abierto y en él se vendían pescados y mariscos, y frutas de verano. Un poco más allá, se calentaba al sol la estatua ecuestre del conquistador extremeño Pedro de Valdivia, al que cortaron los brazos y la vida los araucanos, tras luchar contra ellos otro veinticinco de diciembre.

No hubo manera de que el taxista se definiera: “Pinochet hizo cosas buenas, pero también hizo cosas muy malas”.

Cuando se abandona Chile, se ve el Aconcagua por la derecha. Junto a las montañas, qué pequeña es la política.

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