CARRACAS

ALA DE UNA CARRACA

Hay algo en los museos que me impide respirar de la misma manera, no sé si será el exceso de arte, los altísimos techos, el aire acondicionado para mantener las pinturas, el eco de los pasos, la gente numerosa y desconocida, el cuadro allí, tan fuera de sitio.

Ya sean obras o colibríes disecados lo que guarden, me recuerdan siempre los museos a esos experimentos que hacía Miller para obtener la vida a partir de sus ingredientes y el pobre se daba por contento porque, al mezclarlos, obtenía aminoácidos, que vienen a ser como los ladrillos de la vida, es decir: ladrillos sin vida.

Todo lo contrario me sucede en las casas donde vivió algún artista y a las que llegas tras recorrer a lo mejor miles de kilómetros, saltando de cayo en cayo para encontrar que en la casa no queda más que una cama y una silla y una mesa que, probablemente, no eran ni la cama ni la silla ni la mesa del que desde allí escribía pero quedan los ladrillos, las paredes llenas de vida y de misterio, desde donde salieron volando las palabras.

Es como si una parte de la personalidad del autor estuviera allí todavía, igual que en sus libros pero, ay, en los museos, ¿no convendría tal vez clasificar los cuadros más que por movimientos estéticos o por temas o por épocas, por la personalidad de cada uno de los artistas no vaya a ser que de haber coincidido en vida se llevaran mal y eso es lo que yo percibo, una mezcla de personalidades que están juntas a la fuerza en un espacio sin alma en el que jamás vivió ninguno de ellos?

Sin embargo, sé que haré todo lo que pueda para ir al Museo del Prado antes de que vuele el “Ala de una carraca” de Alberto Durero, y que mientras tenga delante esta ala abierta que parece una montaña redondeada por el viento con su lago azul turquesa en lo más alto y sus neveros y sus praderas cayendo con los veinte arroyos azules que son sus rémiges, olvidaré que estoy en un museo.

Y cuando vuelen las carracas en primavera por las dehesas con los colores de África en las plumas, me acordaré de esta ala de Durero, donde la Naturaleza adquirió un valor incalculable, al atravesar el alma y la mano de una persona.

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