CARNOTA

CARNOTA

Bajo la pasarela de madera que lleva al infinito, que es esta playa de Carnota, la marisma está cubierta de un Limonium malva que sólo había visto en las floristerías.

No te crees que tanta belleza pueda ser verdad, que se te haya dado el privilegio de llegar a tiempo cuando a todo tienes la impresión de haber llegado tarde, de ver los paisajes rotos ya en pedazos, resguardados en las esquinas de los lugares; y sin embargo en Carnota, hay kilómetros y kilómetros de una playa que es tal y como ha sido siempre, donde hasta las cajas de pescado de madera que llegan flotando a su orilla, te parece que quedan bien porque hablan de una pesca artesanal que contribuye a conservar, benditos marineros del Mar de Lira, todo esto.

Tiene unos nombres esta comarca gallega de Muros de una dulzura que no te explicas en este lugar que parece hecho para aguantar la dureza de la vida, o la belleza más absoluta, que a lo mejor son la misma cosa, al ser consecuencia ambas del aislamiento.

Incluso los hórreos, algunos, dicen, son los más largos del mundo, aquí son de piedra, como si sólo así pudieran salvaguardar el maíz del castigo de la arena volando con el viento. En las casas, te llama la atención la doble ventana. Se diría que la hacen para aislarse de la humedad y del ruido del océano, tal tiene que ser aquí en invierno su aliento y su rugido. Me pareció también curioso que, a la puerta de los hogares, hubiera tomateras en vez de flores, aprovechando el abrigo que da la fachada. ¿Cómo será por aquí la gente? ¿Estarán sus caracteres moldeados también por el viento igual que las ramas de las sabinas?

Miras alrededor y ves un turista que no aparece en otros lados, el de la “motorhome” o la furgoneta roja Volkswagen con el pelo blanco amarrado en coleta; o jóvenes que hacen kite surf en una laguna de un azul claro purísimo.

Haría falta, a mi modo de ver, vigilar el paso de los buques para que no limpien al pasar sus sentinas, y desmontar sin duda del perfil de los montes, agrestes como el océano, esa línea de aerogeneradores que algún alma insensible ha dejado que pongan en uno de los paisajes más hermosos que pueden contemplarse en nuestro país, ahora que estamos haciendo autopromoción de lo nuestro.

La orilla de Carnota, tiene un agua cristalina, con una pureza de siglos, y todas las cáscaras de los moluscos están blancas porque aquí el sol todo lo blanquea mientras las fuerzas unidas del viento, el agua y la arena, agujerea las caracolas hasta romperlas de tal manera que hay que poner la mano para cerrarlas y oír el océano, que te parece también blanco cuando lo miras.

Al romper las olas, como las cuerdas de un cabo, o como las tres partes de una trenza, llegan rotas a la orilla pero haciendo unas ondas alargadas como si también el océano fuera una sola cosa que pudiera deshacerse como la arena en millones de partes iguales.

En las dunas hay azucenas blancas grandes como manos, cebollas de las gaviotas florecidas pero ya antes, no creo que pueda olvidar la imagen de toda la marisma florecida de Limonium blanco y malva que de haber llegado tarde, estaría sepultado hoy por edificios. Cuántas semillas habrá sin germinar en los cimientos de otros litorales, cuántos habitantes de apartamentos que no sepan que viven sobre la tumba de las flores de una playa.

En Carnota comprendes que la playa no es la orilla sino todo lo que hay antes de llegar hasta ella, y después de ella, bajo la superficie del océano.

¿Cuántas playas así nos quedan?

Mónica Fernández-Aceytuno

republica.com, 2012

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