URRACAS

LUGAR DE LA VIDA

MÓNICA FERNÁNDEZ-ACEYTUNO

ABC, Sábado 8-9-2007

LAS URRACAS

Esto sí que no lo esperaba yo: tener urracas al final de la vida.

Es la consecuencia lo que busco cuando planto algo, o cuando no quito las ortigas para que se alimente la mariposa pavo real. Los robles los planté para que los arrendajos escondieran sus bellotas y para que vinieran, como así ha sido, los últimos carpinteros blancos y rojos. La madreselva está en la valla para que aniden todos los mirlos, y ahora quiero rodear lo que falta con el saúco que tiene las varas huecas de las hadas y que da una flor blanca que no se come el ganado, y unos frutos a los que acuden, en bandadas, los fringílidos en otoño.

Los manzanos se plantaron para los erizos y los cerezos son todos de aves. Esta casa no es un bosque, es un granero. Y la higuera no está para hacer el postre de “El Refugio” con vinagre dulce y ralladura de naranja, sino para que vengan los papafigos, las doradas oropéndolas, a comerse los higos.

Todo ha sido pensado antes de ser puesto, y hasta los aleros de la casa están pidiendo a los aviones comunes que aniden con sus nidos de barro en ellos. Pero no esperaba a las urracas. No podía ni imaginar que, ahora que ya está todo hecho, y es todo tal y como yo lo había soñado, aparecen las urracas, a las que detesto. Prefiero con mucho a los cuervos, esos señores de los campos. Pero, ay, las urracas, qué feas, blancas y negras, y qué mal cantan, con esa voz que no me deja escribir, que es como de carraca y me persigue a todas partes y hasta cuando le quito la vaina a las judías verdes, que se han secado en su mata por el calor que ha venido de pronto, me parece que el ruido es como el de una urraca. Las oigo en todas partes, y se han escondido en mi bosque, donde sólo quería cantos de pájaros y no estos graznidos de vieja de la urraca. Más que mi propia vejez, me duele que el bosque haya envejecido de esta manera y le hayan salido estas arrugas que son las pegas, las picarazas: las urracas.

Lo curioso es que justo hoy que escribo de ellas, están calladas, como si supieran que, peor que un perdigón o un chinazo de tirachinas, son las palabras.

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