TIEMPO EN LAS RAMAS

EL TIEMPO EN LAS RAMAS

El magnolio da una flor cuando se celebra la feria del libro en Madrid, que es la primera flor del mundo. Me refiero a esa flor blanca y grande que parece flotar en un fondo verde oscuro que no es de agua, ni de estanque, sino de hojas primitivas, una flor cuyas piezas están situadas en hélice como el tiempo cuando pasa, que nunca vuelve a ser el mismo.

Tiene un olor tan fuerte esta flor que si alguien, en vez de leer, oliera los libros, se daría cuenta de que huelen a magnolio y, si se coge una escalera, y se lleva uno la flor a casa, su olor llenará el aire de todas las habitaciones, no dejará espacio para otra cosa, como todo lo que llega desde el principio: el magnolio es descendiente directo de las primeras angiospermas, y su olor tiene doscientos millones de años. Sin embargo, las primeras semillas rojas de este árbol las trajeron los españoles del Nuevo Mundo en el siglo XVII, aunque no hicieran constar este hecho por escrito, y sí los botánicos franceses, que se atribuyen por eso la primicia de su cultivo, y fueron ellos los que pusieron el nombre de todo el género Magnolia, aunque leído en voz alta, me parece que suena mucho mejor en nuestro idioma que en francés; por no repetir que los mejores ejemplares de toda Europa no viven en Francia, sino en la cornisa cantábrica. Imagino que cada semilla debió de llegar en los barcos suelta, o insertada en una piña. En hélice. Otra vez como el paso del tiempo; por eso no me explico cómo se me puedo ocurrir un día saltarme la barrera de los años y llevar un magnolio ya viejo a mi vida nueva.

Tal vez, con tanta juventud como tenia, no quise esperar a que el árbol se hiciera grande conmigo; así que me plante en el vivero y compre el árbol de la flor más primitiva del mundo, cuyo precio, se quedo para siempre grabado en mi conciencia. ¿Cuánto te ha costado?, me preguntaban. Y yo mentía, o callaba, o callaba y mentía al mismo tiempo, no por callar, ni por mentir, sino por la vergüenza de haber invertido tanto en un solo árbol. Y seguí tropezando.

Lo puse a crecer donde quedaba mejor, aunque soplaran por allí todos los temporales y la tierra de aquel lugar fuera penedo. Y con el paso del tiempo a mi error se le cayeron todas las hojas, el estanque se fue al suelo sin agua, y los años le resbalaron por el tronco, sin avanzar, como una discusión en círculos. ¡Qué absurdo fue escayolar la raíz de un magnolio, llevarlo en camión por la carretera, subirlo con la grúa hasta las nubes!

Hay que traer los árboles a la tierra en forma de semilla, o de vara, como los marineros del XVII, nos dijimos…¿te acuerdas?… hace ya tantos años…y el tiempo nos empezó a pasar por dentro y, al pasar, se hizo hoja, tronco, ramas.

Y ahora que llevo el pelo recogido, como un barco que ha recogido ya todas sus velas, camino por el acantilado del tiempo sin miedo al tiempo, entre castaños, hayas, robles, magnolios recién nacidos…y cada vez que te miro, y cada vez que me veo, pienso en cuánto han crecido los árboles desde que los plantamos.

Mónica Fernández-Aceytuno

aceytuno.com

Siguiente Post:
Post anterior:
Este artículo lo ha escrito