PULPO

AL PULPO LE GUSTA QUE LE ACARICIEN

Ayer, con un día de sol y un mar suave, y el agua a dieciseís grados, me dijo Manuel Pedraza, submarinista, que una de las aguas más claras del Mediterráneo es la de La Herradura, en Granada.

Allí se pueden ver las coronas de caracolas y de erizos que hacen los pulpos a la entrada de sus cuevas para protegerse de las morenas, de los meros, o de esos congrios que ya han aprendido a comer de la mano, como una paloma a la que se le ofrece la merienda. Los pulpos no aceptan comida, pero sí que los acaricies y, no sólo se dejan, sino que parece que les gusta, y juegan como delfines.

Ahora está la hembra vigilando la puesta de huevos y su fecundidad oscila entre los cien mil y los cuatrocientos mil huevos por hembra madura; huevos diminutos formando racimos que cuelgan de los techos de las cuevas y que parecen amentos de encina. La madre asea su puesta y le envía agua respiratoria limpia, y dicen que, por no alejarse, no come, y suele terminar muriendo, mientras salen de los huevos miles de pulpos que se dejan acariciar como niños.

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