m. Dícese del pan o del tributo que se pagaba…
fronde.
m. Lámina vegetal de los helechos.
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No es correcto llamar hoja a un fronde. Es más primitivo y más complejo. No sólo realiza la función clorofílica sino que interviene en la reproducción, si porta en su envés los soros.
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El camino de los frailes es un túnel de luz bajo el verdor de las hojas.
Las ramas de los fresnos, carballos y abedules se han redondeado a la altura, no ya de una persona, sino de alguien a caballo, por lo que cabe deducir que los frailes no pasaban por aquí andando aunque si lo hicieron, sus huellas han desaparecido con los siglos que vuelan con la ligereza de las hojas de un calendario, o de cualquiera de las que cae ahora mismo, amarillenta, todavía con el calor del sol del verano.
Porque la luz es de otoño, por el camino de los frailes, incluso el suelo, cubierto de hojas que humedeció la lluvia de hace unos días y que ha vuelto un poco grises las hojas caídas, pero el verdor tiene algo, aún de la primavera, aunque de una primavera cansada que es el otoño y que, sobre los pastos, llaman otoñada.
Lo mejor que tienen estos caminos que son servidumbres de paso es que casi nadie los transita y están llenos de silencio, como una catedral en la que pudiera oírse la caída de una hoja. Sería bonito reproducir este sonido, este eco, en un lugar sagrado porque tiene algo de sagrado este ruido, y esta luz, y este silencio del camino de los frailes por el que se diría que desde que se fueron, por aquí, nadie, o casi nadie, ha pasado.
No queda lejos el océano de este camino que desemboca en otro camino, esta vez de arena sepultada de agua, y de olas que se amansan en la lengua de mar que es la ensenada de Chanteiro, a la que mira la ermita de Nuestra Señora de la Merced, y donde unas rocas, redondeadas como las de las escaleras de los monumentos, amarillas y claras, son cubiertas y descubiertas por la marea. En lo que queda de las dunas, las hierbas están llenas de caracoles que no se sabe si aún estivan, o ya invernan, pegados también a los tallos de los hinojos.
Parece mentira que puedan estar aquí tan cerca el bosque y el océano. Que no haya más que unos pocos metros entre la playa y la alfombra de hojas de abedul grisáceas, algunas con pintas amarillas, entre las que asoman Lactarius anaranjados con el sombrero en forma de embudo, recolectando el agua y las más recientes hojas caídas.
Que los frailes supieran mejor que nadie dónde estaba la Naturaleza más hermosa para rezar con ella cuando transitaban este camino donde han dejado el rumor de un hábito arrastrado por el suelo, y sus pensamientos, y quién sabe si el alma, que notamos entre los bailes de la luz, filtrada entre las ramas, sobre los frondes de los helechos.
Todo está quieto, y a la vez en movimiento.
También el tiempo se ha detenido aquí, por el camino de los frailes, mientras pasaba.
Mónica Fernández-Aceytuno