La tranquilidad es importante, fundamental, para escribir de la Naturaleza. Pero ¿quién no tiene hoy problemas hasta en el más recóndito y aislado de los lugares?

MF-A

La tranquilidad es importante, fundamental, para escribir de la Naturaleza. Pero ¿quién no tiene hoy problemas hasta en el más recóndito y aislado de los lugares?

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La tranquilidad es importante, fundamental, para escribir de la Naturaleza.

Pero ¿quién no tiene hoy problemas hasta en el más recóndito y aislado de los lugares?

Los problemas, además, tienen también su ecología, que viene bien conocer.

Porque los problemas siguen lo que en ecología se conoce como la estrategia de la “r”, que es la de muchos microorganismos y especies oportunistas, y que consiste en colonizar el mayor espacio de nuestro pensamiento en el menor tiempo posible para no dejar que las soluciones, que siguen la estrategia de la “K”, como las especies de crecimiento más lento pero más seguro, prosperen.

Esto quiere decir que si dejamos que la hoja en blanco, esa tierra delimitada y limitada de nuestro pensamiento, sea colonizada a toda velocidad por la abrumadora cantidad de problemas con los que amanecemos cada día, no quedará lugar para soñar, para anticipar, para imaginar las soluciones que nos podrían ayudar a resolver esos mismos problemas.

En el escritor de la Naturaleza ese espacio en blanco, esa tierra sin colonizar por la dificultad, debe ser más amplia, y debe estar más limpia, más protegida, para que cuando llegue la semilla de una palabra, o de una idea, germine.

Esas ideas, esas palabras, deben estar siempre sustentadas por el conocimiento, pero para el conocimiento, para la sabiduría, la persona de la que menos me fío es de mí.

Hay que mirar, leer, consultar. Hasta para la más diminuta cigarrilla, Cicadella viridis (Linnaeus, 1758) que salta en verano entre la hierba y que tiene en los élitros todos los azules turquesa del ala de una carraca de Durero, hay un especialista que la ha estudiado.

Te sorprendes de la cantidad de científicos que han hecho tesis doctorales sobre las más diminutas especies, insignificantes hasta que das con alguien que sabe. Y cuando encuentras a ese experto ¿cómo puedes estar seguro de que sabe lo que dice? ¿Cómo dar por pura esa fuente? Porque lo primero que te responde cuando le preguntas, es: “No sé, no te puedo decir, no estamos del todo seguros”.

Pero el conocimiento no sólo se obtiene gracias a los científicos de las universidades, sino también con las personas que, por su actividad, están en contacto permanente con la Naturaleza, marineros, ojeadores que a voz en grito levantan la caza, agentes forestales, campesinos…

José do Corvo me tomaba mucho el pelo con esto. Yo, que os tengo que pedir disculpas a los que me conocéis porque me cuesta mucho concentrarme en lo que me dicen, aunque hago verdaderos esfuerzos por escuchar; soy toda oídos cuando alguien me habla de la Naturaleza porque sé que el agua de esa conversación hará germinar quizás alguna semilla sobre la hoja en blanco. Es como si los oídos y la vista seleccionaran muy a mi pesar lo que quieren ver, y lo que quieren escuchar.

Si José le decía a los sarmientos “ten cuidado, no te vayas a tronzar”, o si contaba que el pájaro carpintero relinchaba porque estaba, del calor, llamando por el agua; no me hacía falta ni el papel ni el lápiz porque mis oídos lo apuntaban.

Todas las tardes iba José a leer el periódico a la cafetería París.

Un día me lo encontré, antes de marcharse y le pregunté: “Buenas tardes, José: ¿crees que lloverá mañana?”

Como era costumbre en él, tardó más de un minuto en responderme.

Observó con detenimiento unas nubes que, quietas, nos sobrevolaban, para después seguir con la mirada el vuelo de una pareja de cuervos. Llevaba en la cabeza su boina negra, y el palillo en la boca, cuando acabaron detenidos sus ojos infinitos y azules en la tierra, donde dio por concluido el silencio:

“No sé, no te puedo decir, aún no fui al París a leer el periódico”.

Así era José do Corvo.

De todas maneras, puede que lo más importante sea el orden.

Quiero decir que cuando se te ocurre una frase de la Naturaleza y estás en mitad del campo y no he llevado, como me suele ocurrir, un lápiz, entonces el camino de vuelta ya sé que será repitiendo una y otra vez la frase con cada paso; no para recordar qué decía lo que de pronto se me ocurrió paseando, sino para no olvidar el orden, la sintaxis, la manera exacta en la que vinieron volando al pensamiento las palabras porque con que varíe un artículo de sitio, cambiaría toda la frase. El orden de las palabras sí altera el producto.

Es curioso porque en realidad todos y cada uno de nosotros estamos hechos de esa manera, con una combinación de letras más precisa que la de los números de una caja fuerte, C, A, T, G, citosina, adenina, timina, guanina, bases nitrogenadas que se distribuyen por esa doble hélice en forma de escalera de caracol que es nuestro ADN y donde, con sólo variar el orden de una de esas letras, seríamos distintos.

Pero que seamos capaces de componer con acierto una frase de la Naturaleza no significa que seamos creadores.

Decía Julián Marías, desde cuyo asiento tengo el honor de hablar esta tarde puesto que acabo de saber que fueron muchas las conferencias que dio en este precioso Casino de Madrid; solía decir Julián Marías que le parecía muy pedante que alguien dijera de sí mismo que era un creador, porque creador es el que crea de la nada, luego creador sólo puede ser Dios.

Y si bien tiene toda la razón Julián Marías, lo que resulta innegable es que podemos recrear, llegar a ser recreadores de la Naturaleza.

Hace poco leí un fragmento de un libro de Monet que recoge muchas de sus cartas, titulado “Los años de Giverny”, y en una de ellas le pide al prefecto del pueblo que le deje hacer un estanque, es decir, que le permita hacer las obras de lo que luego más tarde pintaría.

“Para renovar el agua de un estanque que quiero abrir en el terreno que me pertenece para cultivar plantas acuáticas”

Había ya pues una voluntad manifiesta de pintar un estanque que aún no existía, aunque probablemente, creo yo, debía de existir ya en su imaginación, lo estaba ya soñando, y de hecho creo que lo que pintó finalmente no fue el estanque, porque hace unos meses lo vi, y la verdad, no me entusiasmó, me pareció incluso feo, pretencioso, cursi, pero ¿a quién no le gustan los cuadros de Monet de la serie del estanque, ya sean las glicinias, o los nenúfares?

Yo me pregunto muchas veces ¿por qué jamás vemos en el campo a la gente haciendo cola para mirar la hierba recién segada, o acumulada en los almiares? ¿Por qué no se amontonan las multitudes observando el viento en los álamos, y sin embargo hay personas que hacen cola horas y horas alrededor de un edificio para ver cómo Monet ha detenido el viento en las ramas de esos mismos álamos que él pintó sin que hubiera nadie mirándolos?

Probablemente porque los estaba soñando mientras los pintaba.

Y ese sueño, esa mirada, ese atravesar la Naturaleza el alma y la mano de una persona hace que esa Naturaleza que no valía nada, adquiera un valor incalculable.

¿Qué hay pues, me pregunto, dentro de nosotros, que consigue hacer de algo artificioso y artificial, algo valiosísimo y silvestre?

No lo sabemos.

Pero nos atrevemos a afirmar que sólo permanece lo verdadero en medio de la nada.

Y puede también que si a Miller jamás le salió bien su experimento, aunque él se diera por contento no habiendo obtenido vida, fuera porque le faltaba un ingrediente, que aún hoy no tenemos ni idea de en qué consiste, porque nadie hasta la fecha ha sido capaz de crear la vida partiendo de la nada en un laboratorio, pero que quizás tenga que ver con algún elemento que pudiera haber dentro de todos y cada uno de nosotros, heredado especie a especie desde el principio, y que nos faculta para convertir el más artificial estanque de plantas cultivadas, en algo silvestre y verdadero. Otra vez Naturaleza, después de haber conocido el artificio.

No quiero terminar sin referirme no ya a todos los que a mi parecer cultivaron, magistralmente, esta tercera rama, donde podría citar a Emily Dickinson, Rosalía de Castro, H.D. Thoreau o William Henry Hudson, quien murió en Londres en la miseria tras haber vivido en la Pampa argentina donde para saber en lontananza dónde estaba la casa de una estancia, se plantaban ombúes, árboles de la bella sombra que servían para encontrar cobijo en el infinito.

No me voy a referir a todos los que han hecho literatura de la Naturaleza. Sólo a los que, por diferentes circunstancias de la vida, pude hablar en alguna ocasión con ellos.

Y el maestro de todos ellos fue, a mi parecer, Miguel Delibes.

Es como si el alma de Miguel Delibes hubiera venido al mundo con el encargo de apuntar lo que existe, lo que es verdad, lo que merece la pena, para que no se vaya todo del todo. Lejos de ser un don, es una dulce condena, una vida sacrificada a tomar nota de la vida. Por eso, con Miguel Delibes, todos estamos en deuda.

Y aunque no tuviera el don de gentes con el que nos cautivara Miguel Delibes, es de justicia reconocer que Camilo José Cela fue un gran escritor de la Naturaleza. Su “Viaje a la Alcarria” me parece una joya de la tercera rama y, a veces, leyendo sus artículos, tuve la impresión de que era un niño con el capricho sin cumplir del todo, de escribir de la Naturaleza.

José Antonio Muñoz Rojas es el mejor poeta de la Naturaleza que yo he conocido. Será difícil que aparezca un libro más hermoso de la Naturaleza que sus “Las cosas del campo”.

En realidad, el poeta es un notario que dice: doy fe: esto vive, esto vuela, esto da sombra, esto tiene el color de la luna.

Cuando José Antonio Muñoz Rojas ve los campos andaluces profusamente florecidos de blanco por las flores en umbela del anís, la matalahúga, mira, sueña y escribe:

“La matalahúga la siembra la luna”

Por esto el poeta sólo quiere el campo, y a solas.

Por último Gonzalo Torrente Ballester, que me enseñó que para pronunciar una palabra de la Naturaleza, antes había que haberla vivido, casi nacer con ella, como cuando me habló del verdín que tenían las piedras de las playas de San Jorge y de Doñinos, que eran, y siguen siendo, “unas playas preciosas”, donde Gonzalo Torrente Ballester jugaba de niño y donde se resbalaba con el verdín de las piedras.

Con ese verdín que no sería yo capaz de pronunciar termino con un artículo que no es ningún ejemplo solemne de todo lo que os he dicho, sino todo lo contrario, un sucedido trivial que me ocurriera con unas piedras, cubiertas de verdín, que fui a comprar un día.

Y ¿por qué acabo con este artículo?

Porque fue el que me vino a la cabeza, como un pájaro, cuando pensé en cómo acabar esta conferencia.

Se titula “La fuente”, y con ella os doy las gracias por haberme escuchado.

LA FUENTE

Allí podría haber una fuente de piedra. Allí, al fondo, ¿ves el hueco?, donde están los rosales blancos de espinas rojas; bueno, ahora sólo tienen espinas que esperan las flores. No sé si te das cuenta, entre la gardenia y el naranjo, donde la tierra está empapada de agua y de helechos, justo allí, podría haber hoy una fuente de piedra.

Ya sabes que lo más caro de la piedra es el porte y es el tiempo que pasó por ellas. El porte, me lo solucionaron unos amigos que se iban a traer un camión entero; el tiempo, lo perdí completamente. Ahora te cuento. El caso es que con cuatro billetes de los de antes en el bolsillo, me fui a comprar cuatro piedras: tres de base rectangular, para colocarlas una encima de la otra, y una cornisa que partiría a modo de tejado a dos aguas sobre los caños, junto a los que grabaría una fecha que no desentonara con las piedras: AÑO 1999, un año que ya parecía antiguo mientras estaba transcurriendo.

El lugar donde se amontonaban las piedras, daba para varias novelas. En lo alto, sobre la ría, frente al azul del mar y del cielo, se juntaban escaleras que llevaban a ninguna parte, chimeneas sin fuego, balcones, ventanillas, puertas rotas de lo que fuera un banco seguro, escudos de pazos derribados, baldosas hidráulicas de un convento. Yo sólo quería cuatro piedras. Mi madre suele decir que no hay nada que de más pena que un hombre llorando, pero a mí me produce más tristeza un hombre haciendo el ridículo, como cuando el vendedor de piedras, calzado con esos mocasines que llevan su marca grabada en la lengüeta, resbaló y casi se mata, entre sus tumbas de piedra.

Le expliqué lo que quería, y pareció entenderlo perfectamente al mostrarme tres piedras amarillas de humos, de vejez y de nieblas; y una cornisa donde había prendido, entre criptógamas, el paso del tiempo. Así que le di la mano, y el dinero. A los pocos días, al llegar a casa, vi al fondo, entre la hierba, una mancha blanca. Según me iba acercando, descubrí aquellos pedruscos deslumbrados que veían la luz del día por vez primera: el de los mocasines, me había tomado el pelo. Lo más curioso fue la forma en que pasó de intentar convencerme de que los líquenes y los musgos, los había imaginado yo todos, a confesar que sí, que eran otras piedras, pero que eran mejores. Bueno, muy bien, le dije, éste es mi número de cuenta, para que me ingrese el dinero, y ya sabe dónde están las piedras, que no las quiero ver aquí mañana. Al poco rato, llamó y me dijo: “No se preocupe por el dinero, que ya se lo he ingresado, y las piedras: las piedras te las regalo”.

A veces creo que en el Curriculum de una persona no deberían de figurar los honores concedidos, que quizá fueron regalados, sino los premios a lo que jamás se ha presentado ya que tal vez tiene más mérito que el propio galardón, resistir la tentación de verse galardonado, así que insistí: “Mire, perdone si no me he expresado con suficiente claridad: mañana por la mañana no quiero ver aquí sus piedras”.

Al día siguiente, la hierba empezó a levantarse, aliviada del peso. Y pienso que lo que más vale de mi casa es ese hueco donde podría haber una fuente de piedra, allí, al fondo, junto a las espinas que esperan a las rosas.

FIN

Leer la conferencia completa “La tercera rama” hoy en la portada republica.com de las ideas

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