EL RUMOR

EL RUMOR

Por la escalera de la catedral bajaba, en zigzag, una cola de paraguas. No eran nueva esta lluvia de difuntos, suele llover cuando florecen los crisantemos, esas flores de los días que se acortan en recuerdo de la vida que nos queda; pero si era nueva esta aglomeración venida de todas partes y que ya habíamos encontrado poco antes por las tascas, y en esos restaurantes que encierran el mar en un escaparate refrigerado, donde se exhiben peces de plata y mariscos negros y mariscos rojos, sobre un lecho de hojas de berza. Todo reservado, todo lleno.

Y todos a la catedral, cuyo espíritu debió de emigrar ante tal avalancha, y su estela de ruidos. Debió huir por esa línea de meta que se divisaba desde la cola de los paraguas, la línea que una carrera patrocinada anunciada en un gran plástico blanco que atraviesa sin ningún recato el aire de la plaza más hermosa del mundo.

Me acordé de las montañas nevadas durante el fin de semana. En el refugio de Goriz, en el Pirineo oscense, dicen que, cuando llega el lunes, los armiños van recogiendo todas las migas de pan de los bocadillos que manchan la nieve. En estos días de noviembre los armiños comienzan a mudar el pelo, aunque no me siempre me acuerdo con las nevadas, y a veces se ven armiños que no hacen juego con la nieve, como alguien que aún no ha hecho el cambio de armario, o que no sabe que ponerse y, al final, se equivoca. Hasta que vi uno, siempre creí que los armiños eran mucho más grandes, tal vez por recordar los armiños más como una piel que como un animal, más por esa orla de armiños de las capas blancas con pintas negras de los reyes de los cuentos, que por su pequeña realidad de animal que cabe por los agujeros que deja un ratón en la tierra, o por su peso en el mundo, tan sólo de doscientos gramos. Hace tiempo, le pedí al profesor Miguel Delibes de Castro alguna curiosidad sobre los armiños y escribió que las hembras del armiño son tan precoces que se pueden quedar preñadas aún antes de haber sido destetadas, aunque, en estos casos, el parto no se produce hasta casi un año después, cuando la madre ya es adulta, debido a que el blastocito se implanta en los armiños, como sucede también en el corzo, de forma diferida.

Pero es ese afán involuntario de querer dejar todo como estaba antes del fin de semana lo que más gracia me hace de los armiños, como si supieran algo de la esencia de la tierra; yo he visto esa esencia agazapada entre los coches que van y vienen por la M-30 de Madrid, en un pequeño trozo de tierra que hay cerca de la plaza de las Ventas, donde alguien debió de plantar unos lirios para abandonarlos a su suerte más tarde. Allí, el rizoma de los lirios se ha vuelto tenaz al abandono, espontáneo entre los coches que pasan de forma rutinaria como un veloz rebaño.

Cada primavera, entre las flores más azules de los lirios parece que se enreda ese rumor de la circulación tan parecido al rumor que el otro día bajaba en zigzag por las escaleras de la catedral, o tal vez se parece más al ruido de las pisadas en la nieve, o a ese sonido que sale de los sueños cuando, al avanzar, se aplastan para siempre, y se quedan murmurando por dentro de la vida, toda la vida que nos queda, diciendo: no es esto, no es esto.

Mónica Fernández-Aceytuno

aceytuno.com

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