VILLA CISNEROS

MI CASA DE VILLA CISNEROS

Todo el verdor que tenía mi casa de Villa Cisneros era el de una palmera.

El jardín estaba hecho con cemento y con una tierra que se cubría con la arena del mar o la del desierto, según de donde viniera el aire. En las pocas fotos que conservo de aquellos días salgo siempre con los ojos muy pequeños, como si me costara abrirlos entre tanta claridad de paredes, arena y cielo.

La plaza a la que daba la casa era una superficie delimitada por unos cuantos edificios que se veían como si surgieran de algún espejismo del horizonte, el fuerte o la iglesia toda blanca con una cúpula tan redondeada que se diría que la esculpían a cada rato mientras pasaban juntos, la arena y el viento.

La cocina era la única estancia un poco oscura y por el suelo había cubos llenos de agua, a veces de agua dulce, a veces salada, donde asomaban fuera de su concha los sifones de unas almejas grandes como puños. No recuerdo las carencias ni los inconvenientes que supondría para mis padres vivir en el desierto. Pienso en Villa Cisneros y veo solo el día azul y la palmera y un patio blanco por el que se me cayeron las cuentas de colores de un collar africano. Yo tenía cuatro años.

Había unos niños saharauis de mi edad o más pequeños, que llevaban pegados a su cuerpo las mujeres. ¿Qué habrá sido de ellos? De nada sirvió el Comité de Descolonización de la ONU, ni el Tribunal Internacional de Justicia de la Haya, que aseguró que los vínculos del Sáhara Occidental y respectivamente el Reino de Marruecos y el conjunto mauritano “no implicaba ni soberanía territorial ni cosoberanía”. A pesar de lo cual el 16 de octubre de 1975 a las 18:30 horas el rey Hassan II se dirigió a su pueblo:

“Querido pueblo, no nos resta más que recuperar nuestro Sáhara, cuyas puertas se nos han abierto legalmente, con la realización de una marcha pacífica, compuesta por 350.000 personas desarmadas, que penetrarán en las tierras del Sur bajo cantos coránicos”.

Treinta años después, lo que queda de España asiste a otra marcha hacia el Norte mientras sus montes abrasados, sin un plan que proteja y aumente los bosques, se africanizan sin remedio. Todo se va pareciendo, blanco, azul y arena, a mi casa de Villa Cisneros, que se perdió para siempre.

Mónica Fernández-Aceytuno

ABC, Sábado 1/10/2005

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