VERDÍN

EL VERDÍN

Hay que nombrar los árboles, las flores, los pájaros hasta que las sílabas verdeen como

las patatas que se orean a la luz de la

luna; hay que poner los nombres en la

calle, a la intemperie, un nombre detrás

de otro: abedul, tornasol, lavandera…

hasta que cojan el verdín de

las fuentes.

Que no se parezcan a esas casas en

las que nada más poner los pies en la

entrada se nota que no se viven, donde

la chimenea está limpia, quemada de

soledad, y la cocina, a falta de olor a

verdura, ha terminado por parecerse a

la mesa del comedor donde no se come y a las alfombras que no se pisan.

Cuando escribo en voz alta las palabras

que nombran la vida, tengo la

impresíón de usar cubiertos antiguos,

una de esas cuberterías buenas, de

plata o de alpaca, que, tras la herencia

han terminado sus días debajo de

la cama, o encima de un armario, todos los cubiertos en su caja. Ordenados

para la nada.

El verdín que quisiera para estas

palabras es ese de color verde muy

claro, ese verdín tan corriente que se

puede ver en casi todas las piedras de

las ciudades: por encima de la

piedra si el ambiente es húmedo, dentro, si el clima es seco.

También vive sobre la corteza de

; árboles que hay en las avenidas y

los parques. Quiere el lado del

banco que da al norte, pero también

puede estar al sur, o al este, o al oeste,

dependiendo de si hay una boca de

riego cerca, o un magnolio que da

sombra todo el año y hace de aquel lugar, un mundo aparte. A veces sale

verdín en esos trozos de acera que se

quedan debajo de un banco, y donde

nadie pisa, o en medio de los adoquines,

en el abismo que se abre entre

uno y otro: en cualquier lugar donde

pueda beber el agua del aire, aunque sólo sea la del rocío, aparece el

verdín con la misma terquedad colonizadora

que tuvo desde el principio

de los tiempos.

Tiene gracia la forma en que llega a

un lugar nuevo, y quien estrena una

valla de castaño, y se afana en ponerle

brea para que dure toda la vida, ve có-

mo, al cabo de poco tiempo, aparece el

verdín volando por el aire, oen las

alas de un pájaro, que no tiene por qué

ser verde como el verderón, y convier-

te lo oscuro en claro. En verde claro.

Este sistema de dispersión de las

algas verdes microscópicas es habi-

tual en los arroyos que se secan en ve-

rano, en cuyo curso se quedan duran-

te el estío las esporas de las algas, tan

ligeras, que se las lleva el viento a

otra parte y, en cuanto reciben agua,

empiezan de nuevo a incorporar oxí-

geno a la atmósfera: esa cualidad con

la que estos seres diminutos, entre

otros, cambiaron todo el aire de la

Tierra aunque, al respirar, o al mirar

el verdín, ni siquiera lo recordemos.

Pero hay verdín hasta en la nieve,

donde el profesor Cambra recoge en

los Pirineos manchas verdes en la

nieve helada. Y hay verdín en las ma-

rismas, y bajo la corriente de los ríos,

y en las paredes de las cuevas.

Las palabras que nombran los ár-

boles, las flores, los pájaros, no pue-

den vivir en el vacío que llena casas

enteras: hay que ponerlas al sol, a la

lluvia, y al frío hasta que se estropeen

si es necesario, pero hay que usarlas,

hay que vivirlas; ójala llegue el ver-

dín a sus vocales.

Mónica Fernández-Aceytuno

Blanco y Negro 21-2-1999

Fondo de Artículos

de la Naturaleza de

www.aceytuno.comm

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