sobrado.

m. Lugar alto de una casa que suele utilizarse para almacenar cosas o alimentos que se ponen a secar, ya para las personas, como manzanilla, manzanas, chorizos de la matanza colgados de las vigas, patatas por el suelo…ya para los animales, como las pacas de paja seca. Casi siempre con suelo de tarima, puede referirse tanto a un piso alto como al desván bajo la cubierta. Se aplica también como topónimo para las tierras altas.

@pilar_diz @Etidquenvesend @UEscalada @Quiquealvarez han participado en la definición de este término

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Puede que lo más bonito de mi casa sea el sobrado.

Cuando subes, todo el valle queda bajo la madera de sus vigas.

Se asciende por una escalera de peldaños que podría dibujar un niño, y así como va bajando la temperatura cuando subimos una montaña, de la misma manera perdemos los años, nos volvemos un poco niños, cuando subimos al sobrado, pensando que ya no tenemos edad para estas cosas, ya que resulta siempre un poco peligroso subir tan alto, al no tener el sobrado a su alrededor, excepto por un lado, más paredes que las del aire.

A pesar de la firmeza de su tarima, las tablas están un poco separadas, por lo cual da un poco de vértigo estar de pie en este sobrado que se hizo para que circulara el aire y así se mantuviera seca la paja de la que se alimentaban los animales que escuchabas, olías y observabas, entre sus rendijas, debajo. Esto atraía muchos pájaros, bisbitas en invierno, gorriones que anidaban en verano. Pero ahora que solo guarda algunos troncos de cerezo, casi no hay pájaros como si los caballos, al marcharse al monte de enfrente, se hubieran llevado, tras de sí, escondidas entre las crines, las aves.

En lo más alto de una casa, o de un monte, bajo el tejado de nubes, puede haber un sobrado donde se amontonan las cosas que ya no queremos. Yo he procurado tenerlo vacío, porque es así como me gusta, para que no desaparezca la vista de su tejado a dos aguas, por donde entra el paisaje con más verdad que por ninguna otra ventana, al estar enmarcado no por cristales ni por marcos, sino por dos vigas que se apoyan y se sostienen la una contra la otra.

Y es en este sobrado donde ha venido a instalarse ahora, se diría que dispuesto a pasar todo el invierno, un petirrojo. Se asoma a mediodía al valle y desde la tabla que hace de cornisa, canta para que nadie se acerque, respondiendo a cualquier cosa que haga ruido. Incluso mi silbido. No sé de dónde me viene este amor por los pájaros que están libres y van y vienen sin que yo lo haya dispuesto de esa manera, ya que nunca pongo comederos, ni pienso en ellos cuando construyo algo, porque lo que me hace gracia de la Naturaleza es todo aquello que sucede sin que yo lo espere, como este pájaro que se asoma al borde del sobrado y se pone a cantar como si su canto fuera lo más importante del día. A veces creo que verdaderamente es así. Que perdemos el tiempo en nimiedades que no llevan a ninguna parte, en un carrusel sinsentido que nos deja sin sentidos para apreciar estos pequeños sucedidos que llenan los días.

La semana pasada, nos cruzamos por Valladolid con un personaje del que no pudimos sustraernos, un hombre solitario por una calle de piedra clara, traje oscuro, camisa blanca, sombrero de pana verde, bastón esculpido a modo de bambú en la empuñadura. Su menuda estampa de hombre de campo, era de una grandeza enorme, como si en la aparente soledad de una calle en la que las voces hacían eco de catedral, estuviera rodeado de algo inaprensible, iluminado tal vez por la luz que otorga la felicidad, o por ese elevado caminar que dicen que tienen los poetas que pasean a un metro por encima del suelo.

Sonreía a cada paso que daba. Era imposible no verse intrigado por un personaje tan singular en la soledad de una hermosa calle vallisoletana. De manera que, como si del flautista de Hamelín se tratara, nos fuimos tras él y su cohorte de invitados hasta que descubrimos que era José Jiménez Lozano, a quien le otorgaba el Papa Francisco su más alta distinción a un seglar: la medalla “Pro Ecclesia et Pontifice”, de manos del cardenal Ricardo Blázquez, que el poeta recibió “agradecido y endeudado”.

Fue José Jiménez Lozano a quien primero leí escribir de un petirrojo en la prensa.

Hablaba de las migas de pan que nos pidió Emily Dickinson que le diéramos al petirrojo en su nombre: “Dadle, al de la corbata roja, /una migaja en mi memoria”.

Cosas sin importancia, del sobrado de los días.

Mónica Fernández-Aceytuno
republica.com, noviembre 2017

Como la corbata roja del galardonado.

Petirrojo (Erithacus rubecula) cantando en el sobrado/ Aceytuno, 2017

Petirrojo (Erithacus rubecula) cantando en el sobrado/ Aceytuno, 2017


Vista desde el desván / Aceytuno 2017

Vista desde el sobrado / Aceytuno 2017

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