pardela.

f. Ave marina pelágica de la familia Procellariidae que solo se acerca a los acantilados para críar en una madriguera llamada hura de donde salen sonidos que recuerdan al llanto de un niño por lo que recibe denonimaciones como la de ánima, quizás porque también construye el nido de noche y es de noche cuando los pollos se lanzan a volar hacia el rielar de la luna sobre el mar; un pollo por cada nido ya que ponen un solo huevo. Pasan la mayor parte de su vida en el océano, pudiendo estar meses, incluso años, sin posarse en tierra, ya que no necesitan el agua dulce al ser capaces de desalinizar el agua con las narinas de la base de sus picos, fosas nasales por donde excretan la sal. Sobrevuelan el mar con las alas trazando con el cuerpo una cruz tan perfecta que hace que podamos distinguirlas de lejos mientras realizan migraciones, o cuando persiguen a los barcos de pesca. Hasta finales del siglo XVIII eran muy cotizadas las pardelas por su carne, que salaban y comían en cecina, así como sus huevos y pollos, por lo que había en algunas islas como las Canarias o las islas Baleares personas que recibían la denominación de pardaleros por dedicarse a buscarlas por los acantilados, con el riesgo que ello suponía, algo así como los percebeiros de hoy en día. Se trata de aves muy longevas que pueden vivir más de 50 años y de tamaños variados, desde las grandes pardelas como la pardela cenicienta (Calonectris diomedea), a las más pequeñas como la pardela pichoneta (Puffinus puffinus). Además de ánima, se llama a la pardela baldricha en las Islas Columbretes, así como polla de mar; furabuchos en Galicia, pardiella en Asturias, baldrigas en Cataluña, gabai en el País Vasco, y baldrija y virot en Baleares; nombres todos ellos recolectados por Francisco Bernis. Pardela es vernáculo tan antiguo que Colón lo cita en seis días del “Diario de a bordo”.

“Navegó al Oesnoroeste más o menos, acostándose a una y otra parte. Andarían treinta leguas. No veían casi hierba. Vieron unas pardelas y otra ave. Dice aquí el Almirante: “Mucho me fue necesario este viento contrario, porque mi gente andaban muy estimulados, que pensaban que no ventaban estos mares vientos para volver a España.”

“Diario de a bordo”, sábado 22 de septiembre
Cristóbal Colón
copiado por fray Bartolomé de Las Casas

 Pardelas Cenicientas (Calonectris diomedea) Beneharo Rodríguez (Fotografía por cortesía de SEOBirdLife)

Pardelas Cenicientas (Calonectris diomedea)/ Autor: Beneharo Rodríguez (Fotografía por cortesía de SEOBirdLife)

Sucede cada noche. Son las 7:30 de la tarde en Canarias y el mar se hace oscuro como una cueva. La luna no ha crecido aún lo suficiente para rielar en el mar e iluminar el camino de la vida a los pollos de pardela cenicienta. Su casa es el océano, pero de él sólo conocen su sonido y su olor. Hace más de una semana que sus padres han dejado de cebarles y el hambre les dice que ha llegado la hora del aleteo, el momento de buscarse la vida en el mar. Y se lanzan guiados por la escasa luz de la luna. Y tropiezan con otras luces: las de la civilización. Son las luces de los hoteles de los Cristianos o Las Américas en Tenerife o las de las farolas que iluminan las casas de Gran Canaria, Lanzarote o La Gomera. Se desorientan y caen a tierra, de donde ya no serán capaces de despegar. Llueven a cientos cada noche y lo seguirán haciendo hasta el final de mes cuando la Luna se llene y les señale con más fuerza la dirección correcta. Ya en alta mar aprenderán a pescar con sus picos fuertes y ganchudos, a beber agua salada eliminando el cloruro sódico…a dormir sobre las olas. Será otra llamada, tan intensa como la del hambre, la de la reproducción, la que les impulse al regreso. Habrán pasado siete años sin posarse en tierra firme, sin refugiarse en la hura en la que un día lloraron como un bebé pidiendo su comida.

Mónica Fernández-Aceytuno
Cambio 16, noviembre 1993

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