Papelería Salazar

La primera vez que vi un pelícano fue sobre un bote de goma de pegar que tenía mi abuela Paz en su escritorio, donde entraba el sol por la tarde cuando abría su tapa inclinada de madera con tren rombos en relieve.

Todo estaba siempre en su sitio. El lapicero, que era así como llamaba incluso a los bolígrafos, el abrecartas, las gomas y los cordeles, que mi abuela guardaba como un tesoro, incluso los cordeles blancos de las pastelerías, que usaba para jugar con nosotros a un juego con el que hacíamos laberintos de cordel con las manos.

Yo no sabía siquiera qué era un pelícano, pasaron muchos años hasta que lo viera, yo creo que por primera vez en Key West, cerca de la casa de Hemingway, adonde se llegaba atravesando los cayos por una carretera que llevaba en paralelo, sobre el agua, la vía del tren derrumbada por el último tifón. Las golondrinas volaban en grandes bandadas por encima nuestra, utilizando en su migración también el puente para no ir por encima del mar, orlado de manglares.

Por el camino, todo eran marinas, una suerte de palafitos de madera coloreados, de aspecto inocente y provisional, como el sueño infantil de una noche de verano, con su muelle en lo alto, y unos lugares para comer incluso carne de delfín, o al menos eso decían en la carta que era, y allí, en uno de esos muelles, creo que fui donde vi al fin en persona a un pelícano pescando.

Cuando lo tuve delante, fue como si fuera de la familia, al haberlo visto tantas veces pintando en miniatura cada vez que mi abuela pegaba un recorte de periódico con la goma arábiga Pelikan. Después siempre que he podido, he acudido a esa marca.

La pedí hace unos días cuando fui a comprar tinta para unos sellos exlibris y me dijeron que había otra mejor, y cuando estaba a punto de pagarla, pedí si me podrían enseñar cómo era, y resultó que la tapa de la cajita que contenía la tela impregnada en tinta, era de plástico y no metálica. Por supuesto, no había ningún pelícano dibujado.

Y ahí empezó mi peregrinación por las papelerías, para decirme que no la tenían, que preguntara aquí y allí y aquí, hasta que por fin alguien tuvo a bien decirme: “Vaya a la papelería Salazar, en Luchana 7. Si allí no lo tienen, no lo hay en ningún lugar.”

Yo hace días que vengo pensando qué será del comercio. Lo digo porque, viviendo como vivo, excepto cuando estoy en Madrid, en un lugar muy apartado, la vida nos ha cambiado desde que puedes comprar algo a golpe de clic y aparecer lo que quieras al día siguiente en tu casa. Este es un asunto que me asombra tanto como la primera vez que navegué por Internet, desde mi casa en mitad del monte. Lento, pero navegaba. Y ahora me causa el mismo asombro esta nueva manera de comprar las cosas, por lo que atisbo que el cambio será tan radical para el comercio como ha sido Internet para las comunicaciones.

Aunque, en este caso, me tiene pensando también desde el punto de vista ambiental. Cada vez que en la carretera me cruzo con un camión, pienso en la cantidad de mercancía que se estará moviendo con esta nueva forma de comercio en la que el producto va hasta ti, y no tú hasta la tienda a por el producto. Cuánta gente podrá vivir a partir de ahora en cualquier lugar. Y cuántos embalajes, transportes, gasto de energía se hará para llevar hasta tu casa algo que quizás se rompa en unos días.

Temo por el comercio, la verdad, o al menos el comercio tal y como lo entendemos. Y si ya hemos visto cómo desaparecían tiendas que amábamos, este nuevo comercio digital, será un huracán como los de los cayos, que dejará los postes de una vía de tren que ya no llevará a ninguna parte.

Pero hete aquí que aún hoy existe una papelería donde no sólo tienen la tinta Pelikan, sino también la goma arábiga con la que pegaba los recortes mi abuela. Y, claro, me he comprado un bote, y varias cajas metálicas con tela impregnada de tinta para los sellos exlibris.

La amabilidad de la persona que me atendió, una señora encantadora, la belleza de las cosas colocadas en los cajones y las estanterías de madera, ese tener de todo y entregarlo al momento, un comercio de los de antes que debería de tener toda suerte de ayudas para que no desaparezca porque cada una de esas tiendas de siempre que cierran, se llevan como un huracán, el tiempo con ellas, y nos dejan una sensación de soledad, de vida con tapadera de plástico.

Mónica Fernández-Aceytuno

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