MONET

MONET

Ahora que todo es soporte de la nada.

Ahora que aún viste en la calle la gente de gris y de marrón y de negro, cuando está llegando la primavera. Ahora que pesa en la ciudad la pesadumbre grisácea de los parados, que hasta en el autobús te cuenta sus penas una desconocida. Suerte, Isabel. Y así, con los plátanos de paseo aún sin el verdor de sus hojas, con el ciclamen de la plaza de la Cibeles de un rosa que se me antoja muy pálido, aparece de pronto, colgado de las farolas el azul intenso, casi violeta, de los nenúfares de Monet. Se abrió el cielo. Y el Thyssen. Sus camelias de la entrada ya florecidas en grandes macetas, tan bien cuidadas que las hojas conservan su verde oscuro, de estanque en la noche, como si se alimentaran de la umbría. Todo empieza a ser distinto. Todo se olvida al entrar en la sala de los nenúfares. Puede que no haya una flor más arriesgada. Hasta el nombre, cuesta escribirlo sin sentir que te vas a caer por el precipicio de la cursilería. Pero Monet se agarra a lo verdadero, que es lo que cada uno lleva dentro. La mirada y lo que se ve y lo que se siente al mismo tiempo, hecho pincel y pintura, porque lo que vale no es la verdad, la realidad, lo que está tal cual ahí mismo, si no lo que es, tras habernos atravesado. La naturaleza después de su paso por la imaginación, la inteligencia y el alma de una persona.

Vuelvo en avión y el sol me da en la cara. Hay un atardecer en lo alto del cielo del que jamás escribiría, de lo hermoso que resulta el sol de techos rojos y un suelo de nubes como rocas blancas. No puedo escribir del sol. Escribo: “Sol”, y la escritura se me quema. Por eso tal vez Monet lo pinta entre la bruma y los azules. Incluso Pollock se ve antiguo y descolorido junto a los cuadros de Monet.

Solo permanece lo verdadero, en medio de la nada.

Mónica Fernández-Aceytuno

ABC, Sábado, 6-3-2012

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