MIRLO BLANCO

EL CANTO DEL MIRLO BLANCO

La vida se enreda con poca mate-

ria. Una luz. Un olor. El canto del

mirlo en el aire lavado con lluvia

que, si llegas a tener, y se va, te falta

tanto, que el resto de la vida es un

plantar madreselvas para que vuelvan

los mirlos.

Y allí donde hay alguien que pone a

crecer una hiedra, un seto de arizóni-

cas, o una madreselva, aunque no pien-

se en los mirlos, aunque ni siquiera se-

pa cómo es su canto, con el solo moti-

vo, tal vez, de no ver, ni ser visto por

sus vecinos; se encuentra, al cabo de

unos años, observado con la mirada os-

cura de los mirlos, cuyos ojos tienen al-

rededor un anillo. Naranja. De un na-

ranja tan iluminado como el del pico y

que destaca en un pájaro que, cuando

cruza de la hiedra a la madreselva, pa-

rece un chispazo de plumas negras.

De forma excepcional también hay

mirlos blancos, totalmente blancos:

uno de cada diez mil es albino, y no es

este un defecto de tantos que tiene la

vida, ni un ensayo, es sólo la manifes-

tación por azar de un gen recesivo y

que, como toda singularidad, puede

trabajar la existencia: un mirlo blanco

es, valga la redundancia, mejor blanco

para sus predadores.

En el Museo de Ciencias Naturales

de Madrid hubo hace unos años un

ejemplar de mirlo blanco que hoy ya

no está expuesto y en estos momentos

me lo imagino con esa cara de perpleji-

dad ante el mundo que tienen los ani-

males disecados, al lado de un ñu, o de

una jirafa, en el mismo cuarto oscuro.

Pero, además de blanco, o de negro,

un mirlo común puede ser, también por

caprichos del cromatismo, de un color

al que los ornitólogos llaman color isa-

bela y que supongo que tendrá mucho

que ver con el tono isabelino de los ca-

ballos, una mezcla de blanco y de par-

do que aparece de forma total en algu-

nas perdices, zorzales y mirlos. Y con

los colores surgen también nombres

preciosos como el de perdiz isabela.

Después hay que tener en cuenta no

sólo el color, sino el tono. Hay una regla

en ecología, la regla de Gogler, que rela-

ciona el color con la humedad y la

temperatura:

según esta regla un mirlo se-

rá tanto más oscuro cuanta más hume-

dad posea el ambiente donde vive, aun-

que yo no he apreciado tal cosa en este

lugar donde los musgos andan de un si-

tio a otro con la suela de los zapatos.

Claro que mi criterio es muy parti-

cular, como mi oído, ya que me parece

más hermoso el canto de escapada del

mirlo cuando vuela como si le persi-

guiera el mundo, como si volara de un

universo a otro, que su canción com-

pleta de notas puras. Me suena más a

verdad la escapada, como me pareció

más verdad este sitio cuando lo vi ilu-

minado por la luz de una tarde de vera-

no. La luz. Creo que ahora es la luz de

las estrellas, de lejos, la que me tiene

enredada en este final de la tierra del

que dicen que sólo tiene lluvias y que

para mí es principio, y tierra de arcoi-

ris. Y de olores. A tierra mojada, a la

madreselva que puse a crecer en un

campo que fue campo de lino y que, co-

mo a todos los campos que alguna vez

fueron cultivados, no hay quien lo ca-

lle, y echa las flores azules de lo que

fue todos los años, aunque sea en la cu-

neta.

Creo que por aquí nunca pasará un

mirlo blanco. No importa. No le pido a

la vida un chispazo de plumas blancas,

sino el canto del mirlo en el aire lavado

con lluvia.

Mónica Fernández-Aceytuno

EL CANTO DEL MIRLO BLANCO

Blanco y Negro, 14-2-1999

Fondo de Artículos de

aceytuno.com

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