La luna llena de agosto

La luna llena de agosto

La luna llena de agosto sale por el monte del Gato, a eso de las nueve y media. En el horizonte es naranja y grande, mucho más grande que en el cénit, aunque esto no sea más que un juicio de perspectiva, como casi todo en la Luna.

En realidad, la Luna en sí es tan oscura como la Tierra, ya lo sabemos. Esa oscuridad del lugar donde vivimos, ese efecto de globo compacto y sin luz, lo veo casi todos los días también en el horizonte. Es lo que los astrónomos llaman arco anticrepuscular. Y es un buen nombre porque es justo al lado contrario del crepúsculo, en frente de donde se nos van los ojos, donde hay que mirar para ver la sombra de la Tierra proyectada en el cielo, una sombra bordeada a veces de tonos violáceos.

Si queremos ver esta sombra por la mañana, hay que estar en un lugar muy despejado antes de que amanezca y mirar no hacia el Este, por donde saldrá el Sol, sino hacia el Oeste, y allí veremos la sombra de la Tierra. Si hay relieves montañosos, se ve también en el aire, la sombra de las montañas.

De la misma forma, al atardecer, pero en este caso unos veinte minutos después de que el Sol se haya ocultado, hay que mirar al Este para ver la sombra de nuestro planeta. Es todo lo que podemos ver desde aquí. Si alguien viviera en la Luna, vería otras cosas: por ejemplo que la Tierra tiene también fases de Tierra nueva, o Tierra llena, o de Tierra en cuarto menguante, o en cuarto creciente, y que son complementarias con las de la Luna; es decir: cuando nosotros tenemos Luna nueva, en la Luna tienen Tierra llena. Llena de luz. Y a veces, también desde la Tierra, le prestamos la luz a la Luna.

Esta luz prestada de otra luz prestada es lo que se llama luz cenicienta. Me refiero a esa luz gris, apagada, que se puede ver cuando la Luna está creciendo, no en la zona iluminada, sino en la que está por iluminar y que tiene un color oscuro pero no tanto como para no dejarnos apreciar el contorno completo de la Luna. Si tapamos con una mano la media Luna, veremos mejor esta luz que no llega directamente del Sol, sino de la Tierra al reflejar la luz del día en el espacio.

Gracias a estos reflejos no hay noches totalmente negras. Cuando vine a vivir aquí no había alumbrado en los caminos y recuerdo la impresión que me causó la noche. Lo único que se veían eran las luces lejanas de Merille como si las viéramos desde el cielo. Los faros del tractor de José con el pisón, para aplastar la semilla antes de que lloviera, entraban por la ventana y fue toda la luz que tuvimos. Tal vez fue una noche de nubes y sin Luna, la más oscura, y aún en esas noches hay algo de luz cayendo de las estrellas de la Vía Lactea, o de los reflejos de las ciudades lejanas, o de esas nubes que emiten los volcanes a la atmósfera y que durante meses, incluso años, dan varias vueltas a la Tierra, y donde cualquier luz, la de un faro en el mar, o de la de una farola en la calle, se enreda.

Con la Luna llena, si está despejado, se ven las casas de Merille, y la sombra azul oscura de los robles. No escribiré en esta ocasión de los efectos de la Luna en la Naturaleza, que los hay, desde luego. Algunos son muy pequeños, como el de las patatas alunadas, esas patatas que se vuelven verdes, imposibles de cocer, si les da la luz de la Luna llena. No; hoy sólo quiero hablar de su luz, una luz que equivale en la noche a la que dan doce lunas en cuarto creciente, o doce en cuarto menguante, y que es tanta que no dejan ver bien los relieves lunares, pero sí a simple vista esos rayos luminosos que despide un cráter que hay al sur de la Luna y cuyos reflejos recorren toda sus superficie, casi hasta el Norte.

Al girar la Luna sobre sí misma a la vez que gira sobre la Tierra, la imagen de la Luna llena, la que para mí sale por el monte del Gato, es la misma para todos, y da la vuelta al mundo, mientras se van acumulando en la Luna millones de miradas que no se verán nunca.

Mónica Fernández-Aceytuno

Blanco y Negro, 29-8-1999

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