INFANCIA GUILLERMO

LA INFANCIA DE GUILLERMO

Mi hijo Guillermo es todo infancia.

La va agarrando a lo que encuentra o lo que se inventa para que no se le vaya.

A veces me quedo mirándole. Está de espaldas, sentado a la sombra de la camelia con su sombrero vaquero y sus botas, observando cómo pastan los caballos. Yo friego o cocino y pienso que aunque quisiera no podría llevarme de aquí a este niño, sería como arrancar un roble al estar ya enraizada para siempre su infancia a la isla arbolada que es esta casa, en un mar de sembrados.

Está en esa edad, trece años, que es frontera, puro abismo, y al ser mi hijo pequeño tengo la impresión de que mi propia juventud pende y depende de lo que él crezca o madure. Mi abuela, también se quedó un día mirando a sus hijos, “¿qué te pasa Paz?. “Nada, que me acabo de dar cuenta de que ya no tengo hijos, sino señores”.

Por eso oía yo con atención casi animal el ruido de la contra que se abre, sabiendo que es Guillermo, que está en la ventana, nada más despertarse, para ver de lejos a su yegua por si hubiera parido. Suelen parir de noche, tras once meses preñadas. Soñaba al acostarse mi hijo que nacía el potrillo, y cada mañana el sueño era el silencio de no encontrarle.

Mientras, ha leído todo sobre los caballos. Vamos juntos al ortodoncista, siempre de la misma manera, le recojo en el colegio, aparcamos, llegamos a la consulta y después de que le aprieten los tornillos y a mí las tuercas con la factura, le digo. “Te invito a lo que quieras, pero no te compro otro libro de caballos”. No sabe el ortodoncista lo caro que resulta ir a verle.

Al fin el potrillo nació bajo los robles en mitad de la mañana, y se levantó con patas de típula, largas y frágiles. Es el animal más bonito que he visto en la vida, tiene el color de este tierra y una estrella blanca en la frente. Los ojos de Guillermo ese día, su pelo rizado, la nariz perfecta, los dientes llenos de risa y de hierros, su cara resplandeciente. Mientras todos miraban al potro, no pude apartar la vista de mi hijo. En el día más feliz de su vida, volaban, gloriosamente, hacia no sé dónde, mi juventud y su infancia.

Mónica Fernández-Aceytuno

ABC, 26-2-2005

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