11:57

“Querida Mónica:

Ha sido y es una aventura emocionante ver la eclosión y cría de los cigoñinos en el tejado del chalé cercano al Palacio en Doñana. Muchas gracias por ofrecernos la oportunidad de asistir a esta escena idílica.

11:57

“Querida Mónica:

Ha sido y es una aventura emocionante ver la eclosión y cría de los cigoñinos en el tejado del chalé cercano al Palacio en Doñana. Muchas gracias por ofrecernos la oportunidad de asistir a esta escena idílica.

Hace días leía yo algo sobre un cigoñino, o cigoniño, o cosa por el estilo. Era un fragmento de Kafka, inacabado, perdido y encontrado entre sus cuadernos de notas, renuentes al fuego. Yo no sé si dicho fragmento será del gusto de sus lectores (creo que sí, me consta su pujanza), pues hay gente a la que la escritura de Kafka le asusta un poco, cuando en realidad fue escrita e imaginada para reír. Pocos artistas modernos como Kafka han demostrado tanto vigor en la representación de animales en sus obras (quizás Goya). Y esto me anima a copiar el fragmento, pues de él se desprende una energía magnética, pura risa, en medio de un entorno sombrío (cuanto más se aleja el hombre de los animales, más le cuesta reír; y algunos, aun olvidan qué cosa era la risa). A mí, particularmente, me gustan los pintores del barroco venecianos porque llenaban sus cuadros de perros. Siempre encontraban tiempo para pintar un perro entre la muchedumbre y los

monumentos (un perro, y en ocasiones un papagayo, un elefante e incluso un dromedario). O admiro a los holandeses por su capacidad de ensanchar el cielo a través del vuelo de los pájaros. En la representación de animales (caballos, perros, cuervos, ciervo) nuestro Velázquez puso, como siempre, lo mejor del hombre.

Copio el fragmento de Kafka, que me disperso:

“Cuando volví a casa aquella noche, encontré un huevo grande, enorme. Era casi tan alto como la mesa y de volumen correspondiente. Oscilaba lentamente de aquí para allá. Era muy raro, contuve el huevo entre las piernas y lo corté en dos cautelosamente con el cortaplumas. Ya estaba maduro para quebrarse. La cáscara, toda machucada, cayó al suelo y salió un pájaro parecido a una cigüeña aún implume, que batía el aire con alas demasiado cortas. “¿Qué quieres en nuestro mundo?”, hubiera tenido ganas de preguntarle, me agaché delante del ave y la miré a los ojitos que parpadeaban tímidamente. Pero se fue y se puso a saltar a lo largo de las paredes, agitando ruidosamente las alas como si le dolieran las patas. “Ayudaos los unos a los otros”, pensé, destapé mi cena, que estaba sobre la mesa, y llamé con una seña al ave, la que, ahí delante insinuaba el pico entre mis escasos libros. Acudió enseguida, se acomodó en una silla (se ve

que ya empezaba a tomar confianza), comenzó, con respiració sibilante, a oler una tajada de salchichón que le había puesto delante, pero se limitó después a ensartarla con el pico, para rechazarla enseguida. “Cometí un error”, pensé. “Claro que no se sale del huevo para ponerse enseguida a comer salchichón. Haría falta la experiencia de una mujer.” Y miré al animal con mucha atención, para ver si sus deseos en cuestión de alimentación se leían en el exterior. Si forma parte de la familia de las cigüeñas, se me ocurrió entonces, le gustará seguramente el pescado. Bien, estoy dispuesto a conseguirle hasta pescado. Claro que no por nada. Mis medios no me permiten tener en casa un pájaro. De manera que si tengo que hacer tales sacrificios, exijo que me proporcione un servicio equivalente. Dado que es una cigüeña, que me lleve con ella a las tierras del Sur, cuando, gracias a mis pescados, sea adulta. Hace mucho tiempo que quiero ir

allá y no lo he hecho porque me faltaban las alas de una cigüeña.

Tomé enseguida papel y tintero, sumergí el pico del pájaro y escribí, sin que el animal me opusiera la mínima resistencia, la declaración siguiente:

Yo, el firmante, pájaro de la familia de las cigüeñas, me comprometo, en caso de que me alimentes con pescado, ranas y gusanos (estos dos últimos alimentos los agrego por razones de justicia) hasta que haya echado plumas, a llevarte en el lomo a las tierras del Sur.

Después le limpié el pico y le hice examinar una segunda vez el documento antes de plegarlo y metérmelo en la cartera. Después de lo cual, fui enseguida en busca de pescado; aquella primera vez debí pagarlo caro, pero el comerciante me prometió que en adelante me guardaría siempre los pescados que se echaban a perder y una gran cantidad de lombrices, todo a bajo precio. Tal vez aquel viaje al Sur no me saliera caro. Vi con alegría que al pájaro le gustaba mucho lo que le había llevado. Con un pequeño sonido gutural se mandó un pescado tras otro, llenándose la pancita rosada. Día tras día, más que cualquier criatura humana, el pájaro hizo rápidos progresos en su desarrollo. Es cierto que el olor insoportable de pescado podrido no abandonó más mi habitación y que no era fácil descubrir y barrer las heces del pájaro -ni el frío del invierno ni el precio elevado del carbón permitían ventilar la habitación como hubiera sido

necesario-, pero qué importaba, apenas llegada la primavera volaría hacia el luminoso Sur con alas ligeras. Crecieron las alas, se cubrieron de plumas, los músculos se fortalecieron, ya era tiempo de hacer un poco de ejercicio de vuelo. Desdichadamente no había mamá cigüeña, y si el pájaro no hubiera demostrado tanta buena voluntad, la enseñanza que podría brindarle yo tal vez no hubiera bastado. Pero sin duda se daba cuenta de que debía compensar mis carencias de maestro con una atención extrema y el máximo esfuerzo de su parte. Comenzamos por el vuelo a vela. Yo subía, él me seguía, yo saltaba con los brazos extendidos, él bajaba flotando. Más tarde pasamos a la mesa y finalmente al ropero, y nuestros vuelos se repetían siempre, sistemáticamente, muchas veces.”

Un saludo afectuoso, señora Aceytuno. Espero que le haya gustado esta historia.

Carbonero.

****

Siguiente Post:
Post anterior:
Este artículo lo ha escrito

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.