ESPERA EN EL PUESTO

ESPERA EN EL PUESTO

José Almodóvar corta un poco de romero y se sienta encima.

Abre la hogaza de pan y llena de olor a tortilla un cielo vacío de pájaros y de nubes. Está el monte hermoso, pero triste. Se nota por todas partes la sequía. Y el exceso de reses que ramonean todo el menudo de los madroños y los quejigos mientras van quedando los árboles cada vez más raquíticos al dejar sus ramas grisáceas y muertas como las astas que lleva el venado en la cabeza, llenas de candiles. Algún día, igual que se hiciera ya con el lince y el oso pardo, habrá que proteger a los árboles, cuyos anillos de crecimiento, entre la presión del animal y del desierto que avanza, son cada vez más estrechos. Yo estoy sentada al abrigo de una roca detrás de José y su almuerzo, junto a una gran piedra que me resguarda y en la que choca el sol contra diez líquenes distintos, algunos rojizos y pulverulentos y otros, que son los que dominan, de un verde brillante, casi fluorescente, con sus lunares de oscuros apotecios. Desde aquí se ve toda la vaguada, y las dehesas al fondo. Este es un buen puesto. Tengo delante un cortafuego en el que la caza, al pasar, quedará a tiro. En medio ha florecido un cólquico malva entre las piedras, o tal vez es un azafrán que llegó desde Membrilla con las patas de algún borrico. Ahora huele a vino. Hace un frío tremendo. Llevo la pelliza y un gorro de piel de oveja mientras escribo esto, sentada en el puesto con el sol en las hojas del cuaderno; la mano, orientada al este, da sombra a las palabras. Bajo mis pies, las flores secas de una jara y sus cápsulas anaranjadas llenas de semillas que son como perdigones en miniatura. Silenciosamente, pero no por ello de manera menos agresiva, se están haciendo los jarales con todo el monte al no querer sus ramas pringosas los venados, ni tampoco sus débiles flores blancas que al final han sido más fuertes que los grandes árboles, a los que veo sucumbir como la más frágil de las piezas. José se toma una mandarina de postre. Y se pone en pie. Parece que van a soltar sus realas los podenqueros. Suena en el monte y se extiende como las ondas de una piedra en el estanque, el primer disparo.

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