AMAZONAS

AMAZONAS

A novecientos kilómetros por hora, se tarda cuatro horas en sobrevolar la selva del Amazonas.

Más vasta que los desiertos, más inmensa que los mares, es la selva allí abajo, todo copas que desde arriba parecen tener la densidad de una coliflor, el verde del brócoli, porque todo es verde y es selva y es copa muy junta de árboles. Así horas y horas y más horas.

En el cielo, bajo el avión, desperdigadas y blancas, hay nubes de las que al menos de la mitad está cayendo el agua y sobre el blanco de la nube, por el lado en el que le está dando el sol, se ve un arco iris en cada una, pero no con forma de arco, sino vertical, paralelo al crecimiento de la nube.

Y estos mismos colores del arco iris destacan en el agua serpenteante de los ríos pues, según se vuela hacia ellos, brillan y deslumbran primero en naranja y amarillo, y luego en verde y en malvas.

A veces, en un meandro, se ve una pequeña hacienda, como si fuera parte del limo, con su diminuto aeropuerto de roja tierra. Porque no hay caminos ni carreteras ni vías de tren, ni nada que atraviese la selva y diga: por aquí pasa el hombre. No hay nada humano en la selva del Amazonas. Al menos nada que se vea desde el aire.

Sólo cuando se está llegando a Manaos, donde confluye el agua transparente y oscura del Río Negro con la rosada del Amazonas, se siente el alivio de ver que abajo vive alguien. De momento. Porque la selva, como la lava verde de un volcán muy antiguo, avanza hacia la ciudad y el río.

Igual que los insectos que nadan en el agua de la bromelias, así me pareció Manaos el otro día, algo atrapado en sí mismo, caído en el verdor de la más hermosa trampa de la Tierra.

Mónica Fernández-Aceytuno

ABC, 28-9-2007

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