AGUA DEL SÁHARA

EN EL AIRE

AGUA DEL SÁHARA

Así, el Sáhara, con artículo y acento en la “a”, es como yo lo escuché de niña en el zoco de Villa Cisneros a Brahim Salem, quien tenía una tienda coloreada, la sonrisa muy blanca y los ojos llenos de agua como si estuviera siempre muy triste, o muy alegre.

Lo que mejor recuerdo del Sáhara, es el agua. A mis tíos, cuando mis hermanos y yo íbamos de colonial a la Península, les llamaba muchísimo la atención que, siendo tan pequeños, pusiéramos siempre el tapón del lavabo para que no se marchara el agua con la que nos lavábamos la cara y las manos. Escribo “íbamos de colonial a la Península” porque, para nosotros, España era todo: la Península, las islas, Ceuta, Melilla y el Sáhara.

Para bañarnos, mi madre nos ponía delante de un barreño de plástico blanco que aún conservamos como si fuera el cofre de un tesoro. Lo llenaba de agua hasta la mitad y miraba cuál de nosotros estaba menos sucio, para lavarlo el primero. Venía el agua navegando en buques aljibes desde Canarias. Pero no creo que me tocara jamás el privilegio de bañarme la primera pues solía yo excavar todo el día en la arena del patio junto a un camaleón atado a una palmera.

Siendo tan escasa el agua, no me extraña que uno de mis recuerdos más dulces sea el de la piscina de agua salada del Casino, a la que se entraba por unos escalones que terminaban sumergidos. También me acuerdo del agua del mar contra los acantilados y de la playa donde mi abuela pescaba bailas que Ibrahim, español como yo nacido en el Sáhara, ayudaba a cocinar a mi madre.

Pienso en los saharauis y en el Sáhara y se me llenan los ojos de agua, no sé si de alegría o de pena, de vergüenza o de rabia.

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